En Colombia ya nada de lo que ocurre sorprende, pero sí sorprende que no haya gobierno alguno que solucione los problemas que exigen atención inmediata. Para nadie es un secreto —excepto para el Gobierno— que la violencia cotidiana es uno de los problemas más graves; la década que estamos terminando ha dejado 50 mil asesinatos tan sólo en Medellín, pero a nadie le importa.
El fin de semana último, en el barrio Belén Aguas Frías (un barrio pobre), un joven asesinó a una vecina y a su hija, e hirió a otra hija de la víctima y a una vecina, y todo por un balón, por un miserable balón viejo: de la cancha de fútbol patearon fuerte el balón y cayó en el techo de la casa de la señora, quien ya antes se había negado a entregar otro balón.
La solución más expedita era ir a la casa por el «fierro» y matar a la «cucha» y a todo el que se atravesara porque la impunidad es fértil en Colombia, donde los pobres puede que no tengan para comer pero no les falta para el arma; aquí cualquiera tiene revólver o pistola, y casos se han visto de delincuentes comunes con ametralladoras y fusiles de largo alcance.
Colombia es el único país del mundo donde cualquier pendejo lo mata a uno. Por mirarlo. Por mirarle el trasero a su moza de turno. Por cerrarlo con el carro. Por pitarle. Por poner la música a alto volumen. Por no dejarse banderiar. ¿Por no dejarse banderiar? Sí, por no dejarse molestar como Andrés Escobar.
Con un violento no se puede alegar ni por un gol porque termina uno con huecos en el cuero. Cuando Humberto Muñoz Castro, trabajador de los hermanos Gallón Henao, asesinó a Andrés Escobar, el alcalde de Medellín de ese entonces, Sergio Naranjo, prohibió el porte de armas con o sin salvoconducto. Hubo controles y numerosos decomisos. La medida se mantuvo uno o dos meses y luego se cayó porque tenía muchos enemigos; gente irracional que piensa que «uno tiene derecho a estar armado para defenderse».
Nada más falso. Uno solo con un revólver no puede hacer nada frente a cinco bandidos armados hasta los dientes. Para eso debe existir una Policía muy fuerte que nos defienda a todos y las armas deben ser exclusivas del Estado: del Ejército y la Policía.
¿A quién le conviene lo otro? A los delincuentes primero que todo, pero también a las funerarias y a la industria militar: a los comerciantes de la muerte. El arma que asesinó a Andrés Escobar estaba amparada: fue vendida por la Cuarta Brigada de Medellín. ¿Qué hacía un arma ‘legal’ en manos de un individuo con antecedentes penales, que trabajaba para personas de dudosa reputación?
Que un Estado venda aguardiente para pagar la salud y la educación es pasable pero que venda las armas con las que se asesinan 30 mil colombianos al año es imperdonable. El 90 por ciento de los colombianos de bien no tenemos armas, no las necesitamos porque ni siquiera seríamos capaces de usarlas, pero somos víctimas de esos colombianos que nos avergüenzan ante el mundo.
En nuestro país debe haber un desarme total ordenado y controlado por el alto Gobierno, porque a grandes males grandes soluciones. ¿Cuándo tendremos políticos honestos que paren el desangre con medidas efectivas? Ya lo dijo el Nuncio Apostólico el año anterior: «Colombia es un peligro para el mundo». Cuando Estados Unidos opine lo mismo nos someterá como a Irak y a Yugoslavia. Hay que cambiar y un buen comienzo es desarmando a la población.
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