La semana anterior, el senador Juan Manuel Uribe se pronunció sobre la criminalidad en Colombia. Dijo que en los últimos diez años han sido asesinadas 260 mil personas en nuestro país, o sea 26 mil al año; algo así como borrar a Armero con una avalancha cada 13 de noviembre. Y dice el senador que otra década de éstas bastará para que el país se diluya. Otro funcionario se atrevió a decir que salir a la calle en Colombia constituye peligro de muerte. ¡Qué genios! Necesitaron el medio millón de muertos de los últimos veinte años para enterarse.
Si hacemos un elemental análisis matemático comprobamos que las calles están plagadas de asesinos y delincuentes de toda laya: la población carcelaria es de unos cuarenta mil presos; de ellos no más del 20 por ciento están condenados por asesinato, o sea 8 mil reclusos, y si la condena por asesinato a menudo es superior a los 10 años, es muy factible que la mayoría de esos 8 mil reclusos hayan cometido sus crímenes antes de esta década.
Dicen que la impunidad en Colombia es del 96 por ciento y esto comprueba que esa cifra tenebrosa concuerda con la realidad. Si los muertos son 260 mil, la cifra de asesinos debe ser similar. Hay asesinos múltiples como Luis Alfredo Garavito Cubillos, que acabó con las vidas de 180 niños. Hay otros que, entre varios, suman una sola víctima. Esa compensación demuestra que debiera haber unos 200 mil presos condenados por asesinato pero ni siquiera hay cárceles para guardarlos.
Las penitenciarias de Colombia son un vivo reflejo de lo que ocurre en el país: no manda nadie en ellas; o sí, mandan los caciques y administran su territorio como cualquier alcalde que se respete. El hacinamiento inhumano y la corrupción de los guardias las convierte en las universidades del crimen. Entra el hombre, entra el delito y entran drogas, armas, bombas, prostitutas, televisores, tapetes, neveras…
Las cárceles tienen los seis estratos como cualquier ciudad; los ricos —mafiosos, políticos, etc.— tienen suites full equipo, mientras los pobres comparten unas madrigueras que huelen a estiércol. Eso sí, todo recién llegado paga de acuerdo con sus capacidades, hay que comprarle al cacique el colchón y el espacio para dormir, como si los patios tuvieran dueño con escritura y todo.
El sábado anterior, algunos presos de La Modelo se enfrentaron entre sí con armamento de uso militar. Murieron 11 ó 12 que no le importan a nadie más que a sus familias. En los presidios colombianos se vive una zozobra permanente y así no se puede administrar justicia: sin espacio, sin igualdad, sin dignidad, sin seguridad, sin control. Ya son más de mil los presos asesinados dentro de las cárceles en esta década.
El comienzo de la solución, como lo dijo el fiscal Gómez Méndez, es sencillo: construir cárceles. El argumento de la falta de recursos no es válido, ni es una buena excusa. Cien millones de dólares serían suficientes para construir cinco prisiones grandes y esa es una cifra que el gobierno maneja muchas veces en cuestiones de mediana trascendencia.
Una vez descongestionadas, habrá que depurar el personal de guardia y luego implementar un reglamento que le dé orden a estos lugares y dignidad a sus habitantes: uniformar a todos los presos —allí no hay lugar para las corbatas de seda de don Miguel Rodríguez—, disminuir las visitas, prohibir el ingreso de menores de edad, prostitutas, personas con antecedentes penales e impedir el contacto físico entre presos y visitantes con vidrios de seguridad u otras barreras.
Se debe abolir el caciquismo en las cárceles, las casas fiscales y la figura jurídica de la ‘casa por cárcel’. No más políticos gozando de jacuzzi y sauna en las mansiones de El Mexicano, ni gente condenada como Santiago Medina encerrado en su celda de cristal. Tal vez, por piedad, sólo los enfermos puedan tener privilegios, como Diomedes, si acaso es cierto que no camina, o como el hermano de Pablo Escobar, condenado a la ceguera y recluido en una clínica de Itagüí.
Lo demás es laxitud, iniquidad, y parte de las raíces del delito generalizado que se vive por fuera y por dentro de los penales. Es insólito que en nuestras cárceles pase lo que pasa y que no se tomen correctivos, habría que analizar a quién le favorece esta anarquía para entender por qué se mantienen las cosas así. Sin dignidad no puede haber castigo, y sin castigo no puede haber una sociedad digna.
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