El sábado 12 de julio de 1997, el grupo terrorista español ETA asesinó de dos disparos a un joven concejal de 29 años. Blanco Garrido eran sus apellidos, pero lo que casi todo el mundo recuerda es el rechazo ciudadano de todos los españoles, incluso de los mismos vascos, cuya consigna «vascos sí, ETA no», condenó a los terroristas al ostracismo.
Fue una desautorización monumental. Millones de personas salieron a las calles de forma espontánea, dejando sin sol el pavimento de muchas plazas por muchas horas. El silencio no fue ya cómplice sino contestatario, los rostros indignados llenaron las lentes de las cámaras. El rechazo a la violencia no pudo haber sido más evidente por parte de una sociedad que padeció una terrible guerra civil en los años 30 y que, como el resto de Europa, se repuso del horror nazi y no quiere saber de más atrocidades. Esa fue la respuesta de una sociedad madura.
Desde entonces, se ha considerado que la unidad popular puede ser la génesis de un verdadero proceso paz en Colombia, donde la apatía y la indiferencia de la ciudadanía hacia las violencias, han sido una constante histórica que ha fortalecido el conflicto. Hasta hace muy poco tiempo hizo carrera la frase «si lo mataron, por algo sería», con la cual se metían todos los muertos al mismo saco. La indiferencia, el «no me importa mientras no se metan conmigo», perdió vigencia con el narcoterrorismo, cuando las bombas no distinguían, pero se cambió por miedo y éste se generalizó ante la violencia indiscriminada.
Apenas este año se develó en Colombia una muestra de solidaridad y rechazo masivo a causa del crimen de Garzón. Es probable que tal respuesta haya correspondido más con la popularidad de la víctima que con el deseo colectivo de reprochar a los violentos su irracionalidad. No obstante, fue un primer paso que los colombianos refrendaron en la marcha del «NO MÁS», un primer paso en el camino de un cambio que debe comenzar venciendo la indiferencia, porque las marchas —no importa que sean convocadas y dirigidas— son un medio de expresión legítimo y soberano de una sociedad que no tiene manera de expresarse en una democracia ilusoria donde los representantes legales del pueblo se valen de la institucionalidad para su lucro personal y no para velar por el bien común.
Al margen de las marchas, y muy a pesar de ellas, no se puede desconocer que exista un notable escepticismo en muchos colombianos, en torno de su utilidad, del proceso de paz en sí y de la injerencia guerrillera en el estado de violencia generalizada en todo el país. Esto último porque a todos se nos ha vendido la idea de que una vez desmovilizada la guerrilla, van a correr ríos de leche y miel. La misma idea existía acerca de Pablo Escobar, a quien se le endilgaban todos los crímenes en Colombia. Se pensó que su muerte daba el traste con los carrosbomba, el sicariato y el narcotráfico, pero no fue así. En Guatemala y El Salvador, la desmovilización de los subversivos incrementó la delincuencia porque las estructuras sociales y económicas no estaban preparadas para absorber a los ex combatientes.
En nuestro país, es muy probable que el efecto benéfico de una desmovilización sea notorio en los campos y en lo referente a fenómenos como el secuestro, la extorsión y el boleteo, pero en las ciudades, donde los miles de muertos no son causa directa de la guerrilla sino producto de la descomposición social, el efecto podría ser nulo, en el mejor de los casos.
Por eso, sin querer darle razón al discurso de Raúl Reyes el domingo —en la reinstalación de los diálogos de paz—, es evidente que un cambio en Colombia requiere una transformación de las estructuras sociales que cobije a las 15 ó 20 millones de personas que viven en la pobreza absoluta.
Es muy grave que un gobierno diga que no hace la reforma agraria porque no hay plata mientras la clase política barre con el presupuesto. Es muy grave que los cacaos, haciendo gala de un vampirismo impúdico, expresen que no admiten discusión sobre la propiedad privada en los diálogos de paz como lo afirmó Carlos Ardila Lulle en una entrevista (Pregunta Yamid) o que digan que la plata de la paz la deben aportar los países industrializados porque la de los «ricos» no alcanza, como acotó Julio Mario Santodomingo (Revista Cambio, enero del 99), dando a entender que la cosa no es con él.
No es hora de exhibir un discurso comunista trasnochado, pero vencer la indiferencia incluye no ser impasibles ante la miseria ajena. Es saber que mi bienestar empieza con el bienestar de los demás, es ser conciente de que el malestar ajeno termina por salpicarlo a uno, como pasa a diario en Colombia, y como seguirá pasando hasta que todos nos apersonemos del asunto.
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