Colombia es un país de tradiciones, donde las cosas se hacen —en gran medida— por inercia histórica y no por convicción; es decir, porque así se han hecho siempre, como ser liberales o conservadores porque así lo eran papá o mamá y no porque entendemos, compartimos y nos identificamos con unos postulados que constituyen la ideología de un partido, postulados inexistentes en el caso de los dos partidos políticos colombianos que tan sólo se diferencian por el color del trapito y por la sombra indeleble de Jorge Eliécer Gaitán para los de rojo.
De la misma manera que sucede con la política, «somos católicos» por tradición y no por fe verdadera. La mitad de los colombianos aceptan abiertamente ser «católicos no practicantes», que no van a misa ni se confiesan, ni comulgan, ni rezan, y que la Semana Santa la disfrutan en un balneario o en un bailadero. La otra mitad hacen todas las cosas que debe hacer un católico pero salen de misa a pecar, a odiar, a envidiar, a maldecir; cuando no a robar o a matar.
Los hay quienes oran para «coronar» el cargamento de droga al otro lado o para tener más puntería para hacer un «cruce» sin ningún problema. Y uno se pregunta ¿para qué le ha servido el catolicismo a Colombia? Ya pasó la época en que se amenazaba a los fieles con el diablo y el infierno y también aquella en la que el país estaba consagrado al Corazón de Jesús desde la primera página de la Constitución de Nuñez, más para privilegiar a la Iglesia Católica que para honrar al Dios en el que creemos la mayoría de los colombianos.
La Iglesia colombiana no ha sido una institución inteligente —en general, la Iglesia Católica en el mundo—, porque se ha quedado sembrada en el pasado, en las tradiciones que han comenzado a cambiar o que se han perdido, como dicen los viejos abrumados por la nostalgia, y también porque la Iglesia Católica no ha sido consecuente con lo que predica y su credibilidad está tan desgastada como la de los partidos tradicionales.
Pero eso no es todo. La Iglesia Católica se sigue oponiendo a los intereses más claros del ser humano y eso ya no le corresponde; su posición anacrónica es la que ha llevado a cambiar la tradición religiosa y a que la gente no crea porque no quieren creer a las malas y menos aún en una institución que no interpreta los intereses de la gente como si la religión no debiera ser una guía de vida en vez de un recetario de obligaciones.
Ahí es donde uno no entiende que la Iglesia se oponga a la eutanasia y a la anticoncepción, entre muchas otras cosas. Impedir la eutanasia activa por considerar que tiene mucho de homicidio —en quien la aplica— y de suicidio —en quien la solicita—, y por ende ser pecado mortal que condena a los infractores a un infierno que funcionaba en la Edad Media y en el que ya no creen ni los teólogos, es una verdadera pendejada. Tal prohibición va en contra del «libre albedrío» que la misma religión promulga, ese derecho que tiene cada ser humano a decidir sobre sus actos, a elegir si soporta los dolores de un cáncer irreversible o la ansiedad de una cuadriplejia eterna en vez de admitir o tener la posibilidad de pedir un final digno, una muerte caritativa y piadosa a la que tiene derecho un perro cuando es atropellado pero no un ser humano porque la Iglesia no deja…
Igual pasa con el control natal porque la Iglesia Católica no ha querido entender que sexualidad y reproducción no son lo mismo y no tienen que ir de la mano, es como si uno no pudiera comer dulces porque no alimentan aunque saben muy rico. Si se tiene un sentido para paladear lo exquisito y eso es bueno, hay que aceptar que es una virtud disfrutar del sexo aparte de la necesidad reproductiva. El deseo sexual es un regalo de Dios que la Iglesia prohíbe, si fuera malo no lo tendríamos. Por eso, cuando la Iglesia colombiana prohibe el condón uno queda con la sensación de que alguien, a su interior, está mal de la cabeza y no se da cuenta en qué mundo vive.
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