El crimen en Colombia ya tocó límites intolerables. Los 140 niños asesinados por Luis Alfredo Garavito Cubillos son la gota que rebosó  la copa. Se requiere con urgencia la pena de muerte en nuestro país.

Desde el principio de los tiempos, la cuestión de la violencia ha sido un tema inherente al ser humano. La Biblia, como referencia histórica, nos enseña el asesinato de Abel a manos de su hermano. El crimen es viejo, y tan viejas como él son las formas de castigo que las diversas culturas han instaurado no sólo como un medio de disuasión sino como una manera de reparar el daño que si bien puede ser artificiosa e irreal, por lo menos da sosiego a las conciencias de quienes creemos en la majestad de la justicia.

Si la justicia es la fuerza gravitacional de cualquier sociedad que pretenda llamarse civilizada, es claro que sin ella no puede haber respeto. En su ausencia crece la barbarie, se vuelve normal la justicia por mano propia y aumenta la desconfianza en las instituciones. No sobra decir que de esa manera, se le dan alas a la criminalidad; se delinque más y con más horror porque no pasa nada.

Por eso, pedir justicia se ha vuelto un imperativo en Colombia, terreno fértil de la brutalidad y el salvajismo. Y justo después de que Sabas Pretelt de la Vega, presidente de Fenalco, lanzara la propuesta de imponer la pena de muerte como castigo para los secuestradores, la Fiscalía dio a conocer el horror mayúsculo: Luis Alfredo Garavito Cubillos asesinó a 140 niños en un lapso de seis años.

De inmediato, numerosas personas —incluido el general Rosso José Serrano— se manifestaron pidiendo la pena de muerte para este delincuente y no han faltado quienes aducen que si aquél tiene problemas mentales debe ser declarado inimputable. Eso significa que sería liberado o recluido en un hospital mental.

Es una vulgaridad que un asesino de este talante reciba un solo centavo de alimento, medicamentos o cualquier cuidado del Estado, a expensas de nosotros, los contribuyentes. A lo sumo, se deben invertir 100 pesos en una bala de fusil que le descerreje el cráneo en un acto público de fusilamiento.

Y es que no puede pedirse menos para este señor y tampoco hay que esperar a que otro rompa su macabro récord para imponer la máxima pena. En Colombia la pena de muerte existe hace rato pero soterrada y oculta. La aplica la mafia con sus ajustes de cuentas, la aplica la guerrilla con sus purgas internas, la aplica el Estado con sus escuadrones de la muerte, la aplican grupos moralistas con su limpieza social, la imparten las «fuerzas oscuras» con sus crímenes selectivos. La aplica cualquier ciudadano porque la eliminación física del enemigo se nos volvió un deporte.

A la pena de muerte no hay que tenerle miedo con el argumento de las «injusticias que se pueden cometer». La excesiva violencia colombiana no dejaría lugar a equívocos porque la pena de muerte no es para el que mata a otro con el carro, o para el borracho que se enfrasca en una pelea o el que mata por celos, ni siquiera para el que mata por primera vez a menos que sea por dinero.

La pena de muerte debe ser para el secuestro, el sicariato, el asesino reincidente y para crímenes donde la premeditación, la alevosía y la crueldad sean estremecedores. ¡Basta ya de estupidez! Garavito no merece la vida, no la merece el sicario, ni el secuestrador, ni el que tortura, no merece conmiseración alguna el que tampoco la tiene para el otro.

La muerte de Garavito no le devuelve la vida a ninguno de los 140 niños pero es lo más cercano a la justicia. Lo contrario es impunidad, es rabia, es dolor para una sociedad que está postrada frente a la maldad y debe levantarse para restaurar los valores perdidos antes de que sea demasiado tarde.

Posted by Saúl Hernández

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