Se termina otro año perdido para Colombia, con altos índices de criminalidad, secuestro e impunidad, con un incremento desaforado de acciones demenciales tanto de la guerrilla como de los paramilitares, con una clase política más ineficiente y corrupta que nunca y una recesión económica que va a ser difícil de frenar en medio de la guerra y al calor de la apertura económica. El país se va pauperizando día a día como lo revela el informe de Naciones Unidas y su escalafón de naciones de acuerdo con su nivel de vida: Colombia pasó del puesto 57 al 68 durante el año 2000, y las razones para ver con esperanza el año que se avecina no son muchas, es duro decirlo pero mentirnos es peor.
Por eso no de extrañar que tantos colombianos se hayan ido del país en los últimos dos años, que tantos se estén yendo a diario y que tantos otros quieran irse. Para el ciudadano corriente es casi imposible no imputarle a la guerrilla este panorama, pero la clase política es la verdadera culpable de todo, es en las sábanas del Gobierno, del Congreso, de los partidos, donde debe buscarse el origen de la fiebre que tiene a este país enfermo aunque también, todos y cada uno de nosotros, debemos darnos la pela y pensar qué tanta culpa tenemos, qué hacemos por el país en vez de esperar que el Estado lo haga todo.
A nivel político es un año perdido. El Presidente no pudo nunca poner en marcha la reforma política que prometió con el famoso Referendo. Por el contrario, después de que su propio puesto estuvo en peligro, las relaciones entre el Ejecutivo y el Congreso se fortalecieron mediante las prebendas y la reaparición de los auxilios parlamentarios que en el pasado hicieron tanto daño y cuya eliminación representó un triunfo de los ciudadanos honestos. Tampoco se le pudo poner límite al desangre burocrático al que estamos sujetos por culpa de tantas corporaciones públicas y entidades de toda laya, de comprobada inutilidad y que no representan nada para la democracia, como los concejos, las asambleas, la mayoría de los ministerios y embajadas, verdaderos inodoros por donde se va la plata que nos sacan en impuestos mientras las escuelas se caen a pedazos, los hospitales se cierran porque no hay ni una aspirina y las gentes duermen en ranchos de cartón y tablas porque no hay suficientes desarrollos de vivienda social, mientras no hay suficiente fuerza pública y la rama judicial trabaja con las uñas.
La corrupción se pasea por todo el abanico de niveles del Estado, del presidente para abajo. Se contrata con los amigos y siempre por el doble o el triple del valor real. Un computador de tres millones, le vale seis al Estado, o nueve, o doce. El proveedor es una firma recién creada (con 100 mil pesos de capital) que resulta ser mejor, en la licitación, que IBM o Compaq o Microsoft. Y, de acuerdo con la entidad que contrata, es de un amigo del presidente, del alcalde o del gerente. Juan Hernández, amigo y secretario del Presidente, tenía contratos por 12 mil millones con la Policía, su asesor de imagen ha recibido 2.260 millones por indicarle si tiene torcida la corbata o si le queda bien el sueter amarillo que le regaló María José, y otros amigos suyos, los hermanos Bautista Palacio, firman grandes contratos con la presidencia y otras entidades del Estado después de haber pagado cárcel en Estados Unidos por un fraude bancario de 105 millones de dólares cometido en los años ochentas. ¡Unos verdaderos delincuentes!
Se termina un año en el que el mandato local ha sido particularmente duro y trágico. Los alcaldes desalojan a vendedores por la fuerza en aras de recuperar el espacio público, con violencia y sin importar el hambre de nadie, decretan obras innecesarias con pago a cargo de la comunidad, mandan a tumbar cerramientos y entregan concesiones de todo tipo a particulares para que se enriquezcan a expensas de lo público.
Un año perdido en materia económica. Se va otro año para la historia en que el manejo de la economía colombiana ha tenido por único objetivo obedecer a las exigencias del Fondo Monetario Internacional y su engendro de la globalización de la economía. Las privatizaciones se pusieron a la orden del día. El ministro Juan Camilo dijo, en Los Pozos, que privatizar era bueno porque las multinacionales pagan mejor. Tirofijo le preguntó lo único inteligente que ha dicho en su vida: «¿Qué va a hacer el Gobierno cuando no tenga nada más qué vender?».
Las constantes alzas de la gasolina atentan contra el poder adquisitivo del colombiano promedio, el salario mínimo es incrementado en un 9.5 por ciento con base en la dudosa cifra de inflación que revela el Dane cuyo director René Versywel debió renunciar por supuestos errores que desmentían una fingida recuperación industrial anunciada por la Andi, a principios del año. El desempleo galopa en el 25 por ciento, cifra oficial, mientras la Asociación Colombiana de Economistas habla hasta de un 50 por ciento. Las grandes obras que debería impulsar el Gobierno para proveer puestos de trabajo brillan por su ausencia. La desindustrialización de las ciudades y la quiebra del campo nos van a llevar a la ruina por culpa de la apertura económica. Felices comiendo papa canadiense, carne argentina, salsas francesas… ¿es una McDonald? No, es bandeja paisa. Hasta los uniformes con los que mueren nuestros soldados son extranjeros.
La violencia aleja el capital foráneo y también el capital nacional. Cerca de 2 mil millones de dólares fueron expatriados este año con miras a inversión en Ecuador, Costa Rica, Venezuela, Estados Unidos o, simplemente, para reposar en una cuenta en Suiza o Panamá. La reforma tributaria no tiene otro objeto que mantener la burocracia y pagar cumplidamente la deuda externa, ahorcando a los de abajo, a los del medio y a los de arriba con más impuestos y eliminando subsidios y exenciones que crean un panorama incierto porque ante la ausencia de una política económica clara nadie invierte.
Un año perdido en la construcción de comunidad. En el año que termina la insolidaridad se instaló con mayor ahínco en Colombia. Al alcalde de Bogotá lo sacaron a piedra de un barrio por querer instalar una guardería para los niños del Cartucho, los hijos de los indigentes. Un anciano llamado Arturo Suspe, murió en la Gobernación de Cundinamarca cuando trataba de demostrar que aún vivía para cobrar su pensión. Como él, miles de ancianos se deben someter a tortuosas filas para cobrar lo que les corresponde. Una poderosa cadena de almacenes, cuyo fundador fue famoso por su don de gentes y su altruismo cristiano, desalojó el barrio San Pedro del Ferrocarril, en Usaquén, para construir su nuevo hipermercado. Los vecinos del edificio Mónaco, en Medellín, antigua propiedad de Pablo Escobar, se valieron de sus influencias, de su destacada posición económica y social, para sacar una dependencia de la Fiscalía que se había instalado allí, tratándolos como leprosos. Y, como si fuera poco, los mismos habitantes de Puerto Tejada (Cauca), saquearon el comercio después de una toma guerrillera de las Farc. Ah, y ¿a quién le importan los desplazados?
En resumidas cuentas el año 2000 es un año para olvidar, un año perdido en la tarea de sacar a Colombia del abismo y si no reaccionamos vamos a llegar al punto de no retorno.
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