Es una frase vieja esa de que «no hay mal que por bien no venga» y eso es lo que parece deducirse del apoyo espontáneo que la sociedad caleña le ha dado al Ejército después de los sucesos que condujeron a la liberación de los secuestrados del kilómetro 18. Diversos analistas han venido insistiendo que la guerra no sólo se da con los fusiles sino en lo político y en la diplomacia internacional, y como la guerra no es entre subversión y Estado –como han pretendido hacerla parecer– sino entre subversión armada y sociedad civil, es a nosotros a quienes nos compete enfrentar políticamente la arremetida guerrillera.
Es común escuchar a través de los medios de comunicación a numerosos civiles pidiendo que se les saque del conflicto, insistiendo en que la población no tiene nada que ver en la contienda armada y que los actores de la guerra deberían dejarnos al margen del asunto. No hay nada más errado que eso. Todos somos Colombia y si el país se nos ha salido de las manos es porque nosotros, a través de muchas generaciones, históricamente, lo hemos permitido. Actualmente lo vemos en el terreno de la guerra y durante décadas lo hemos visto en el terreno de la administración pública, donde nuestra apatía le ha facilitado a los delincuentes de cuello blanco el saqueo del Estado.
Aquella poesía de Bertolt Bretch es más aplicable en Colombia que en cualquier lugar del mundo. Aquí las muertes de los demás duelen poco hasta que nos tocan a la puerta, hasta que le pasa a un vecino, a un amigo, a un familiar o a uno mismo, y ahí, solos en la desgracia, es cuando cada cual se da cuenta de la insolidaridad de nuestra sociedad. Porque hemos creído que solidaridad es dar limosna o aportar mil pesos en los eventos de doña Nidia Quintero o de Carlos Pinzón o para los damnificados de la tragedia de turno pero no, eso es un substituto de la verdadera solidaridad.
Es muy difícil convertirse de la noche a la mañana en un pueblo solidario. Vivimos una época de indolencia en la cual, en la calidez de nuestro hogar, no nos sentimos responsables de esa familia desplazada que ve caer la noche junto al semáforo de la esquina, de esos niños que pasan hambre mientras muchos dilapidamos el dinero que nos sobra en banalidades. Sí, ya sé que el dolor del mundo no es nuestra culpa y que los problemas son tantos que uno solo no alcanzaría a solucionar nada y que, además, para eso existe el Estado. Lo cierto es que nuestra responsabilidad no se acaba con elegir bien y pagar impuestos, ahora el imperativo es hacer un frente común y participar.
No es un secreto que la mayor preocupación de la ciudadanía de Colombia está relacionada con las diversas formas de violencia que nos golpean a diario. Estamos en el país más violento del mundo y eso afecta nuestra salud física y emocional, y redunda en la situación económica del país. Miles de colombianos se van cada año en busca de mejores horizontes, precisamente los más preparados y de mayor solvencia financiera, y se van con todo su potencial intelectual y con cientos de millones de dólares que jamás serán invertidos en Colombia.
Si bien en términos porcentuales el conflicto guerrillero sólo aporta entre el 15 y el 20 por ciento de los muertos de este desangre nacional, su incidencia social se está volviendo determinante pues la guerrilla ha adquirido un poder desestabilizador similar al que tuvo Pablo Escobar hasta el día de su muerte. Por eso, todos los colombianos debemos tomar partido, porque no podemos ser neutrales frente a un fenómeno que no lo es con nosotros y cuando lo que está en juego es nuestra propia vida.
Los partidarios de la guerrilla participan activamente en universidades, sindicatos y algunas ONG, hacen paros y manifestaciones, queman banderas gringas y reclaman por los desaparecidos y las violaciones de los derechos humanos. Los partidarios de la paz, en cambio, evitamos cualquier pronunciamiento en contra de los violentos, omitimos o callamos situaciones sospechosas que deben ser denunciadas oportunamente e, incluso, nos ponemos en contra de las autoridades por ejemplo cuando exigimos el aislamiento de las instalaciones militares por considerar que son peligrosas y que desvalorizan nuestra propiedad.
Lamentablemente, ante el ataque armado sólo puede haber una respuesta armada; y para nuestro caso son el Ejército y la Policía las entidades más indicadas para hacerlo, pero requieren el respaldo de la sociedad civil, que multiplica la legitimidad de las instituciones y el uso de la fuerza. Por eso el respaldo de los caleños a la Tercera Brigada y al general Jaime Ernesto Canal es un triunfo mayor que someter al frente José María Becerra del Eln sin el aval de la población comprometida. El Eln, con sus actos bestiales, puso a Cali del lado del Ejército con sentimiento solidario, y una guerrilla que es repudiada por los ciudadanos se ahoga como un pez fuera del agua.
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