Las masacres cometidas recientemente por las Autodefensas Unidas de Colombia en el Alto Naya, departamento del Cauca, donde asesinaron por lo menos a 45 personas, y por las Farc en el corregimiento La Caucana del municipio de Tarazá en Antioquia, donde cayeron 28, reafirman una vez más que ambas extremas armadas, de izquierda y de derecha, no son más que organizaciones de asesinos. Es sabido que los paramilitares se justifican como una respuesta al accionar guerrillero pero hoy, más que nunca, es palpable que la pasividad del Estado favorece la violencia, que si ésta no se gobierna se crece.
Frente a la desolación a la que están sometidos los campos, por acción de ambas fuentes de violencia, el Estado colombiano ha sido completamente inepto y ha pecado por incapacidad y negligencia, todo sin prever las terribles consecuencias socioeconómicas que ocasiona el desplazamiento de campesinos, agravando los problemas de seguridad en las urbes y debilitando una producción agraria de por sí diezmada.
Y no es que el Estado tenga que combatir el paramilitarismo para facilitar el accionar subversivo como lo desean las Farc y el Eln, pero su negación rotunda y reiterada a dialogar con los paramilitares de Castaño, un diálogo necesario y solicitado por diversos sectores nacionales, al que no se accede para congraciarse con los subversivos, es un error estrafalario que equivale a no gobernar ni para los alzados en armas, ni para la derecha obcecada, ni para los 40 millones de colombianos que quedamos en medio.
Precisamente por eso, no gobernar, es por lo que Castaño y sus hombres cada vez son más en número y en violencia, y por lo mismo son seguramente más y más los recursos que obtienen de una sociedad acorralada. El Gobierno se niega a gobernar cada vez que el Ejército tiene sitiado un frente guerrillero como ocurrió hace poco en el sur de Bolívar, de donde Pastrana ordenó retirar la tropa en una evidente trasgresión de la ley que hasta el presidente está obligado a cumplir.
La sucesión de masacres en todo el país, los secuestros en las carreteras, los ataques a la infraestructura energética y vial, y la posibilidad de que las guerrillas trasladen su terror a las ciudades para forzar una negociación más favorable, exige una legislación de guerra que le dé a nuestras instituciones todas las ventajas operativas. A estas alturas está más que claro que sólo un poderoso Ejército nos va a dar la paz y eso no se logra desmoralizando la tropa, tirando las orejas de los comandantes como hace Pastrana para galantear con Tirofijo en ese deshojar de margaritas insulso que identifica el desgobierno del primer mandatario.
Un ejército no se puede llenar de moral mientras se le siga considerando un ‘actor’ del conflicto a pesar de que su único interés es la defensa de las vidas de los colombianos y de la unidad nacional. No tiene moral si gran parte de la sociedad civil hace caso de informaciones necias que hacen ver a las autoridades como estamentos poco confiables aunque sus miembros, a diario, den la vida por nosotros. No pueden tener moral mientras su comandante general, el Presidente, esté de rodillas ante los generadores de violencia y no tenga claro cómo y para qué se ejerce la autoridad legítima, mientras siga tercamente empecinado en no gobernar. ·
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