La guerrilla de las Farc obliga al Estado a tomarse más en serio su papel ahora que los subversivos quieren desplazarlo poniendo en jaque a la democracia colombiana.

A diferencia de Cuba, donde el régimen castrista posee un control político suficientemente poderoso como para sacar más de ocho millones de personas a votar en favor de una reforma constitucional que haga intocable al sistema socialista en la isla, en Colombia las Farc carecen de toda fuerza política y sólo les queda el camino militar para desplazar al Estado a punta de fusil. En las elecciones del 26 de mayo las gentes de todo el país tuvieron la valentía de votar por el candidato de sus preferencias ignorando, además, la prohibición de votar por el hoy presidente electo, Álvaro Uribe Vélez. En departamentos como Caquetá, con amplio dominio militar de las Farc, la votación por Uribe fue contundente, no obstante las graves amenazas de derribar pueblos y cobrar los votos con sangre.

Las Farc parecen haber encontrado ahora una ‘mejor’ forma de cobrar la desobediencia civil a sus mandatos y es la de obligar a renunciar a todos los funcionarios estatales de las regiones donde hacen presencia incluyendo los de elección popular —alcaldes, concejales, gobernadores y diputados— que, por ende, son los representantes locales y regionales más importantes del Estado colombiano. Según versiones de prensa ya han renunciado más de 90 alcaldes de diversos departamentos sin que exista claridad acerca de lo que puede hacerse para remediar el problema. No es nuevo, sin embargo, que los funcionarios públicos se vean acosados por la subversión; en muchos municipios el gobierno es tan sólo de carácter virtual porque la mayoría del tiempo sus alcaldes despachan desde las ciudades capitales por problemas de seguridad, cuando no es que los grupos armados irregulares (guerrilla y paramilitares) les dictan la orientación del gasto y los programas de gobierno.

Puede parecer subversivo decirlo pero ante la corrupción extrema de muchos de los alcaldes y de los concejos municipales, obligarlos a renunciar puede ser hasta provechoso. Sin embargo, la ausencia de estos servidores va a provocar retrasos en planes de desarrollo que, aunque no son muchos en un país con escaso presupuesto para la inversión social, son vitales para la supervivencia de comunidades apartadas. Lo peor sería que en algunas regiones el Estado tenga que cesar funciones imposibles de ejercer a distancia. Ya muchos juzgados despachan desde localidades distintas a las de su jurisdicción pero la salud, la educación, la prestación de servicios públicos domiciliarios, etc., son funciones del Estado que sólo pueden prestarse donde está la gente, y de ser éstas suspendidas por la nueva estrategia de las Farc ocasionaría desplazamientos masivos de población y un sufrimiento inmenso para quienes se queden encerrados en ese cerco del terror que quiere imponer la guerrilla.

Este es otro más de los errores que comete las Farc por su obtusa visión del país y la desacertada lectura que hace de la realidad. Lo que desea las Farc es someter al pueblo a una presión tal que todas las protestas se vuelquen contra el Estado, con el fin de deslegitimarlo. Paradójicamente, el Estado colombiano está más deslegitimado que nunca gracias a la corrupción política y administrativa de buena parte de sus miembros, y en general a su ineficacia, pero las gentes, las mayorías, lo apoyan en su lucha antisubversiva y si de establecer preferencias se tratara no habría reparo alguno para anteponer una democracia imperfecta al régimen demencial que pretende imponer las Farc.

La guerrilla parece olvidar, incluso, que el hecho de que ahuyentar a los funcionarios del Estado no implica obtener un dominio militar en sí, lo cual es, a la postre, lo que más importa en una confrontación. Por el contrario, las Farc obliga al Estado a tomar medidas que en la campaña electoral estuvieron en entredicho por parte de ciertos sectores opuestos a las tesis del nuevo presidente, propuestas que ahora suenan a necesidad imperiosa para mantener la unidad nacional y una democracia que ha prevalecido a lo largo de muchos años y que los colombianos no están dispuestos a feriar. La autoridad que propugna Álvaro Uribe Vélez tendrá que materializarse duplicando las fuerzas de Policía de 100 a 200 mil efectivos; y las del Ejército de 55 a 100 mil, en una primera etapa, y luego a 200 mil, porque como dice el alemán Harold Blumenthal, director de la Ong Fescol (El Tiempo, junio 22), «es necesaria una fuerza del Ejército y Policía para convencer a las Farc que negociar para ellas promete un mejor futuro».

Y habrá también que revisar los estados de excepción consagrados en la Constitución Política de 1991 porque dejan amarrado al Estado, y a los gobiernos de turno, para dar respuesta a una sombra que se cierne sobre toda Colombia y que pone en jaque el futuro inmediato de los colombianos.

Posted by Saúl Hernández

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