La revelación del Banco Mundial, acerca de que Colombia tiene los mismos índices de pobreza de 1988 y que hoy suma 27 millones de pobres, algo así como el 64 por ciento de la población, es una muestra del retroceso causado por unas políticas económicas inhumanas que, además, contradicen toda lógica. De hecho, afirma el mismo Banco Mundial que el Producto Interno Bruto de Colombia (PIB) creció 40 por ciento desde comienzos de la década anterior.
La contradicción es evidente. Si bien el conflicto armado, exacerbado en los últimos seis años, tiene implicaciones directas en el comportamiento económico, no se le puede atribuir toda la culpa. La guerra misma y subproductos suyos como la extorsión y el secuestro, han alejado la inversión extranjera, alentado la fuga de capitales y arruinado la productividad, principalmente en el sector agrario. Sin embargo, hasta 1996 Colombia crecía a pesar de la violencia arraigada, mientras que también crecía la desigualdad.
Analistas económicos coinciden hace años en decir que el modelo económico inoculado en nuestros países por parte de entidades como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y la Organización Mundial de Comercio (OMC), tienen una inmensa culpa en la ruina económica y social de los países latinoamericanos.
El modelo aperturista que sepultó las viejas recomendaciones de la Cepal (Consejo Económico para América Latina y el Caribe), con las que nuestros países iniciaron un tímido desarrollo y alcanzaron una etapa de preindustrialización, sólo ha provocado el cierre de empresas y una ola de despidos sin antecedentes en esta región del continente, porque no ha sido más que un engaño de los países industrializados al no haber reciprocidad en las posibilidades de tener un mercado mundial abierto al comercio de doble vía.
Luego de más de una década de reformas económicas dentro del llamado Consenso de Washington (desregular, privatizar, liberalizar), las tasas de crecimiento en la región, aunque superiores a las de la "década perdida de los 80, sólo alcanzan la mitad de los índices logrados en los años de las estrategias proteccionistas de los años 50 y 60", señala el premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, uno de tantos que ahora admiten el fracaso de estas teorías y hasta parecen aceptar que hubo mala fe al trazarlas, que sólo se pretendía obtener un máximo de lucro a costa de unos países manipulables por sus altas deudas externas, su necesidad permanente de nuevos créditos y la corruptibilidad de sus dirigentes.
No de otra manera puede entenderse la reiterada exigencia de privatizar empresas del Estado que con apariencia de recomendación le hacen a los países subdesarrollados las entidades mencionadas. Si bien se ha tenido por natural, desde el siglo 19, que extranjeros exploten nuestros recursos naturales mediante concesión, actividad de gran riesgo para el inversionista, es francamente infame hacernos creer que nos hacen un favor si multinacionales europeas o norteamericanas adquieren nuestras empresas estatales de energía, aguas o telecomunicaciones, que tienen clientela fija y dispuesta a pagar hasta que se le revienten los bolsillos.
Una de las políticas de mayor promoción del FMI es la liberalización de los mercados de capitales, de manera que a los ricos se les permite sacar sus capitales sin pagar impuestos, y la inversión extranjera también puede irse de un día para otro. Mientras el grueso del capital se va sin restricción, los impuestos crecen, se hace imperativo subir las tarifas de servicios públicos, se acaban los subsidios y se tiende a desproteger todos los sectores tildados de ineficientes como la salud y la educación.
Las recetas del FMI no sólo son impopulares sino que contradicen todos los manuales de economía y lo que los países industrializados hacen cuando vienen las vacas flacas. No se preocupan tanto de la inflación como de la creación de empleos, no se preocupan por restringir el buen gasto público sino que dinamizan la economía con esas inversiones (los ajustes fiscales en Colombia sólo han dejado miles de empleados oficiales en la calle sin que el gasto público se haya recortado de manera significativa ni se haya dirigido a reactivar la economía). Incluso, los países ricos alientan el déficit presupuestario, cosa que prohíben a los países pobres, y prenden la máquina para emitir billetes, cosa que a nosotros también nos es prohibida.
Pero, al margen de que las políticas del FMI (la globalización) sean lesivas para una economía como la colombiana, el incremento dramático de la pobreza también tiene orígenes más domésticos: la baja cobertura educativa y los escasos esfuerzos de los gobiernos por subsanarla; los altos niveles de desnutrición infantil y la atención en salud a los más pobres, siempre deficitaria; las malas condiciones de vivienda, hacinados en laderas de alto riesgo, carentes de servicios públicos y de vías y medios de transporte; la falta de compromiso estatal con las redes y estructuras de seguridad social, último escalón de apoyo a las comunidades más pobres.
El hecho de que el PIB haya crecido 40 por ciento en los últimos 12 años mientras la pobreza se acentúa es un índice de que la concentración del capital en pocas manos es dramática. Tanta pobreza, en medio de un panorama de guerra, es suficiente para cortar el aliento. Si añadimos a ello las descaradas exigencias del FMI la esperanza se desvanece. Cuenta Stiglitz que el Fondo improvisa políticas sin ningún criterio, alguna vez tomaron datos del informe de un país y lo pasaron a otro pero olvidaron remplazar el nombre del país. ¿Esa es la receta que se cocina en Colombia? Es muy probable, huele mal.