El futuro de Colombia parece depender más de los tratados comerciales que de la solución del conflicto y de su situación política pero el resultado de cualquier acuerdo es una incógnita.
No cabe duda de que a Colombia no le ha ido bien con la apertura de los mercados internacionales y que la globalización de la economía es un mal remedio para combatir la pobreza de los países marginados que carecen de condiciones para competir. Pero ya nadie cree que sea posible reversar ese sistema. Eso, en parte, porque cada cual parece ambicionar la riqueza que se esconde tras la conquista de un mercado potencial —y utópico— de más de seis mil millones de personas.
Los pasos definitivos para hacer de la globalización algo irrevocable se vienen dando hace rato en todo el mundo sin preguntarle a nadie y sin tener en cuenta las protestas que se han realizado en todos los sitios donde se han llevado a cabo reuniones de la Organización Mundial de Comercio (OMC). Luego, los países ricos —no sólo Estados Unidos— nos están obligando a jugar con fuego y no queda otro camino que hacerlo bien.
Dicen los escépticos que esa idea de que los países que no abran sus economías van a rezagarse frente al resto es sólo una gran mentira. También desconocen que la única manera de crecer a tasas que garanticen alcanzar un estado de desarrollo sea, precisamente, la del libre comercio que, al prometer mercados más grandes, supone mayores posibilidades. En teoría, las promesas del libre mercado son reales, es cierto que tal sistema puede impulsar el crecimiento de un país o una región incluso en forma acelerada y milagrosa pero eso difícilmente se lograría en las condiciones actuales, en donde priman lo que los economistas llaman las ‘asimetrías’, o sea las diferencias en tecnología, en capital, en conocimientos, etc., las cuales nos dejan en posición desventajosa para competir, dando lugar a lo que algunos califican de pelea de tigre con burro amarrado. El burro somos nosotros, por supuesto.
En medio de esta controversia, están en el camino varios acuerdos comerciales como el Alca, nuestro ingreso y el de otras naciones andinas al Mercosur y un posible acuerdo bilateral con los Estados Unidos o Tratado de Libre Comercio (TLC). Paradójicamente, este último, que es el más apetecido y el más difícil de suscribir, parece ser el que se encuentra más cerca de las posibilidades de Colombia. Más de setenta países han solicitado un TLC con los Estados Unidos pero sólo lo han logrado seis: sus vecinos Canadá y México con el conocido Nafta; Jordania e Israel que son sus socios en la conflictiva región del Oriente Medio, y los recientes Singapur y Chile, cuyos parlamentos —incluyendo el de EE.UU.— aún no han aprobado el texto de los acuerdos.
Este tratado sería más favorable para Colombia por muchas razones como lo demuestra la ampliación del Atpa que está en plena vigencia y que es la más importante de las causas del repunte industrial del último año y del crecimiento que se va a alcanzar en este por encima de lo esperado. De hecho, Estados Unidos es nuestro primer socio comercial hace muchos años y hacia él se dirigen más del 40 por ciento de nuestras exportaciones mientras que nosotros apenas representamos el 0.5 por ciento de las suyas.
Tal vez por razones que no son del todo económicas sino relacionadas con la política exterior del gigante del norte, es que se escuchan voces de advertencia sobre los perjuicios de este acuerdo mientras que casi nadie señala los peligros del Mercosur, que también los tiene. El presidente Lula está convenciendo a todos los países de Suramérica de participar en ese mercado común ampliamente dominado por Brasil y Argentina, estados que no nos compran prácticamente nada y que son nuestros competidores directos en muchos campos al tiempo que nosotros somos grandes consumidores de sus productos.
Sea cual fuere el camino de Colombia en materia de acuerdos de libre comercio será catastrófico para nosotros que se mantengan los subsidios agrícolas en los países ricos, el único sector en el que podríamos realmente competir. Estados Unidos subsidia a sus agricultores con el 14 por ciento y la Unión Europea con el 40 por ciento, cifras ruinosas para el agro colombiano. Como si fuera poco, en los diferentes sectores de nuestra industria el atraso tecnológico es grande y la producción es poco significativa.
Basta ver el ejemplo del Atpa en el caso de los textiles para desnudar la debilidad de nuestra industria: cada mes se requieren nueve millones de metros de índigo para confeccionar jeans que se exportan a Estados Unidos con arancel cero; sin embargo, las mayores textileras del país, Coltejer y Fabricato-Tejicóndor, no alcanzan a producir tres millones. Con un gran esfuerzo y una cuantiosa inversión aumentarán un millón y medio en el plazo de un año y apenas se cubrirá la mitad de la demanda. Eso implica cien mil puestos de trabajo que nuestra industria no está generando.
El TLC con Estados Unidos es prometedor pero tampoco será un camino de rosas. Tener un mercado rico a donde nuestros pequeños y medianos industriales no pueden viajar porque no son buenos candidatos para la visa no es nada halagador. Tampoco lo es por la existencia de las multinacionales que se han mostrado tan ávidas para absorber los recursos de los países pobres y sus clases medias. El problema es que mientras todo el mundo abre sus economías a los acuerdos comerciales, el no hacerlo deja de ser una opción válida. Sin embargo, la firma de cualquiera de estos pactos debe estudiarse a fondo para que después no se convierta en otra piedra en el zapato para los colombianos.