El Gobierno del presidente Uribe se la está jugando en materia de seguridad a pesar de carecer de los recursos económicos necesarios. Aun así debe perseverar con su política y el país acompañarlo mientras no haya otro camino.
La arremetida terrorista de las Farc es un hecho esperado y cumplido. Las acciones acometidas desde finales del año anterior en Bogotá, los atentados de Arauca con carros bomba conducidos por ciudadanos engañados y obligados, y el atentado contra la Fiscalía Seccional de Medellín son apenas unas muestras captadas al vuelo. Las políticas adoptadas por el presidente Uribe son buenas y han ofrecido resultados apreciables pero no aún contundentes, las fallas en la justicia son garrafales, y persiste un afán sectario al interior del Establecimiento, ciegos ante la necesidad de cerrar filas frente a un enemigo que se supone común y que mantiene en riesgo al pueblo colombiano y en entredicho el futuro de la Nación.
En materia de seguridad se han prevenido atentados dinamiteros, secuestros y tomas a poblaciones, se ha liberado un importante número de personas plagiadas y se ha recuperado control territorial. La actitud ofensiva de las fuerzas militares revierte esa ausencia de Estado que se había vuelto costumbre por fuera de las ciudades capitales —incluso en sus barrios marginados— y logra devolverle seguridad a las carreteras. Si bien la toma de la Comuna 13 de Medellín ha sido lo más publicitado hasta ahora, la acción de los organismos de seguridad ha sido también fructífera en los sectores de Ciudad Bolívar, en Bogotá, y Aguablanca, en Cali; además, a mediano plazo, se verán resultados positivos en las tres zonas especiales de orden público de Arauca, Bolívar y Sucre.
Sin embargo, se ha advertido que el esfuerzo militar que requiere el país para vencer la amenaza terrorista es descomunal. Algunos analistas señalan que se requieren 200 mil soldados, apenas hay 55 mil. Otros van más allá y aseguran que se necesitan 400 mil. Sin duda nuestro déficit es notorio y basta unas pocas comparaciones: Chile, por ejemplo, tiene 95 mil soldados para un territorio de 750 mil kilómetros cuadrados —un tercio menor que Colombia— y una población de 20 millones de personas —menos de la mitad de lo que hay acá—, y eso que no tienen amenazas internas ni externas evidentes.
También tenemos un déficit notable en número de policías, menos de 100 mil, cuando la sola ciudad de Nueva York —lo decía Uribe en campaña— tiene 80 mil. Más de 150 municipios de Colombia carecen de presencia policial mientras que en las grandes ciudades apenas se nota su presencia, con escasa dotación de patrullas, armas y tecnología de comunicaciones e información. En medio del tremedal de violencia que vivimos hace 20 años —otros dicen que hace 50— el gasto militar y de seguridad es una cifra muy baja del PIB (alrededor del 4%) en relación con países que viven o han vivido situaciones de guerra. Pero, por supuesto, la situación fiscal de Colombia lo impide y el impuesto al patrimonio, por una sola vez, apenas alcanza para un mediano alivio.
Pide el presidente Uribe ayuda internacional, otra vez. Por supuesto que Colombia la necesita y la merece; no sólo porque la comunidad internacional tiene cierta responsabilidad en nuestra situación como consumidores de drogas y productores de precursores químicos, armas y demás, o porque nuestro problema puede extenderse a la región y atentar contra la cuenca amazónica sino también porque el poderoso enemigo de la sociedad colombiana recibe apoyo de organizaciones terroristas internacionales como Ira o Eta y de gobiernos de países como Cuba y Venezuela, y habrá que ver, en ese sentido, cómo se desarrollan las cosas con los nuevos gobiernos de Brasil y Ecuador.
La propuesta del Presidente no es descabellada pero probablemente no prospere mientras persistan ciertas condiciones ya señaladas por la prensa internacional que tienen que ver con el desinterés y la falta de compromiso, particularmente de las clases altas, que anhelan que los demás les ganen su guerra mientras ellos se insolan en las playas de La Florida. El inveterado vicio de las clases medias y altas de comprar la libreta militar de los hijos es una abominable muestra de corrupción moral de nuestra sociedad y del estamento militar que debilitan nuestro derecho a pedir ayuda.
Y mientras el esfuerzo militar se ha vuelto prolijo pero sigue siendo insuficiente, los jueces y fiscales ponen en la calle a terroristas como Rigoberto Pérez, el conductor del carrobomba de la Fiscalía de Medellín, quien antes había sido capturado dos veces, una de ellas en posesión de pilas para radios de comunicaciones, estopines y limadura de aluminio (para hacer bombas). Por eso causa extrañeza que el sindicato de la Justicia, Asonal Judicial, culpe al Gobierno y a la Fiscalía General de no tomar las medidas de seguridad requeridas cuando los sindicalistas se oponen a las políticas de seguridad por considerar que constriñen las libertades constitucionales y cuando los mismos jueces están en tela de juicio por su falta de rigor.
Igual indignación despierta el Defensor del Pueblo, Eduardo Cifuentes, al demandar al Estado por 15 mil millones de pesos por supuesta culpabilidad en la masacre que cometió las Farc en Bojayá. Es cierto que el Estado es, en últimas, el responsable de salvaguardar vida, honra y bienes de los ciudadanos pero según el Defensor no habría que castigar a los delincuentes sino al Estado que no pudo controlarlos y para eso habría que limitar las libertades que el mismo doctor Cifuentes tanto reclama. Sabemos que nuestra fuerza pública es insuficiente y ahora que existe una política para fortalecerlas se dice que eso atiza la guerra y que sería mejor hacer inversión social. Luego matan más gente y dicen, los idiotas útiles, que es culpa del Estado y así seguimos en un círculo vicioso hasta que no quede nada ni nadie. Habrá que persistir a ver quién se cansa primero.