En 1921, el presidente Marco Fidel Suárez renunció en medio de una situación política similar a la de hoy. Como decía Santayana, «el pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla».
Antes del referendo decíamos, en esta misma columna, que en fuentes allegadas al Palacio de Nariño se rumoraba acerca de la posible dimisión del Primer Mandatario de los colombianos en el caso de que aquel mecanismo de consulta no fuera aprobado en las urnas. Pues bien, la semana anterior, el ministro del Interior y de Justicia, Fernando Londoño Hoyos, se vio obligado a renunciar no necesariamente por faltar a la verdad sino por cometer una más de sus famosas imprudencias, una que de inmediato generó reacciones internacionales y que aún puede provocar consecuencias económicas.
Pero lo que Londoño dijo, desafortunadamente, no suena tan descabellado. Ya el Presidente había tenido un roce con su bancada pues, envalentonados por la aparente debilitación del Gobierno, se atrevieron a pedir cuotas de poder. El desencuentro llevó a que el Partido Conservador hablara de replantear su apoyo a Uribe, poniendo en peligro las mayorías que tiene el Presidente en el Congreso, por lo cual el ahora ex ministro ventiló lo de la posible renuncia del Presidente, concluyendo con estas palabras: «Él dice (Uribe) que no va a permanecer en el Palacio de Nariño simplemente para sobrevivir durante dos años o durante tres años que nos queden, si no puede hacer nada por la Nación».
Volviendo al tema de la separación de Panamá, hay un episodio similar a lo que se está viviendo hoy en Colombia. En 1921, siendo presidente el también antioqueño Marco Fidel Suárez, el país estaba en la más absoluta quiebra económica, con cesación de pagos a los trabajadores del Estado —tema que el actual presidente ya advirtió que sucederá de no hacerse las reformas—, pero con una tabla de salvación a la vista: los 25 millones de dólares que, en virtud del tratado Urrutia-Thompson, Estados Unidos pagaría a Colombia como reparación por el despojo de la provincia de Panamá.
Sin embargo, el tratado fue objeto de toda clase de trabas en el Congreso de la República dados los intereses mezquinos de ambos partidos. Para el Partido Liberal era nefasto que un presidente conservador —Suárez— tuviera la herramienta —25 millones— para sacar al país de la ruina. Del otro lado, el presidente Suárez tenía un enemigo inmenso dentro de su propio partido: Laureano Gómez —una especie de Piedad Córdoba, pero de derecha—, quien lo acusó de indignidad por solicitar un préstamo bancario, apalancado en su sueldo de Presidente de la República, para repatriar el cadáver de su hijo, muerto y sepultado en Estados Unidos.
Por tanto, para una gran facción del Partido Conservador también era funesto que Suárez pudiera sacar al país de la olla, porque a Laureano y sus compinches no les parecía bien que un bastardo, hijo de una lavandera, no sólo fuera el Presidente sino que fuera honrado y se endeudara para sus gastos en vez de meter mano en el Presupuesto Nacional como siempre lo han hecho. Suárez, finalmente, renunció a la presidencia, dicen algunos que no tanto por la acusación de indignidad sino como una medida acordada para que los politiqueros aprobasen sin prevenciones el tratado Urrutia-Thompson y Colombia recibiera esos recursos que necesitaba con urgencia, sólo que Suárez, con su dimisión, renunciaba también a llevarse los honores como salvador de la Patria.
La única diferencia con la realidad de hoy es que Uribe no es del mismo partido que Suárez ni viene de cuna humilde sino de familia aristocrática. De resto, todo es igual: dos partidos corruptos que ya están al límite con un presidente que no les da contratos, ni auxilios, ni entidades del Estado con frondosos presupuestos. Más un partido de izquierda que no es otra cosa que el brazo político de las guerrillas y unos que se autodenominan ‘uribistas’ pero que, con honrosas excepciones, apenas están ahí para que los cobije esa sombra inmensa que proporciona Álvaro Uribe Vélez.
La estrategia de los politiqueros es clara: asesinar políticamente al Presidente de la República, y lo que no ha podido hacer la guerrilla lo están logrando al inutilizar todas sus iniciativas sin que haya de por medio la más mínima propuesta constructiva. Toda la vieja clase política de este país sabe que Uribe, si lo dejan, es capaz de transformar a Colombia derrotando la corrupción y la guerrilla. Eso, por supuesto, no le gusta ni a los ladrones de cuello blanco ni a los que creen en la lucha de clases y aún sueñan con la utopía comunista. Ah, pero hay otra diferencia con aquellos tiempos de Marco Fidel Suárez: el presidente Uribe no es de los que renuncian fácilmente a sus compromisos.