El viernes santo, cuando dos compañías del batallón de contraguerrilla número 50, compuestas por cerca de 150 hombres entre oficiales, suboficiales y soldados, se encontraron una caleta de dinero de las Farc con una cantidad aún no determinada de la cual se apropiaron —las versiones oscilan entre ocho y quince millones de dólares—, no sólo se incurrió en un robo sino en una grave falta contra el honor militar. Los militares, ni ningún otro servidor público, pueden apropiarse de lo que encuentran en el ejercicio de sus funciones, en cuyo caso se convierten de manera automática en custodios de cualquier material que deba ser incautado por el Estado. No pueden llevarse para sí ni armas, ni narcóticos, ni dinero. Si se los apropian se configura un robo o peculado por apropiación como se le llama al hurto cuando es cometido por un funcionario en detrimento del patrimonio del Estado.
Sin embargo, tan grave como la falta ética que cometieron los soldados es la laxitud moral con la que casi todos los colombianos hemos tratado de disculpar a nuestros soldados por la falta cometida. Es cierto que un hombre que da su vida por los demás debería ser dispensado por una falta que no es tan grave como otras; en este caso no ha habido error militar que provoque bajas civiles, no ha habido violación de los derechos humanos, no ha habido connivencia con los paramilitares, no ha habido desobediencia o cobardía, ni siquiera deslealtad como se ha dicho, pero en vista de que se desea un soldado y un policía impermeables a la corrupción inveterada y común de hace años, es una falta que no puede perdonarse. ¿Qué tal si se trata de bienes legales, también llenarían las mochilas? Sí, es lo más probable.
El caso es una muestra típica de la capacidad corruptora del dinero, pero también de la doble moral de los colombianos, del individualismo, de la falta de solidaridad. En Colombia hay una larga tradición y hasta un cierto gusto por lo ilegal que hace parte de la cultura del país y que justifica la consecución de dinero por medios poco ortodoxos. Por eso el contrabando —tan viejo como la República—, por eso el narcotráfico, por eso el sicariato y por eso también el tráfico de influencias y sobornos para alcanzar privilegios. Pero este caso es también una muestra de que la profusión de leyes que hay en el país y el sistema de justicia que impera se prestan para generar impunidad porque la moral intrínseca no interesa frente a la cantidad de interpretaciones a que puede someterse el articulado de los códigos.
De ahí que en las cárceles haya tantos inocentes mientras reconocidos delincuentes son liberados por los jueces o pagan condenas ridículamente cortas. Basta mencionar que una semana después de destaparse el escándalo, los expertos no se ponen de acuerdo acerca de si hubo delito o no, cuál fue en caso de haberlo y, en consecuencia, quién debería juzgarlos: la justicia civil o la justicia penal militar, esto último a pesar de estar muy claro que las compañías del Batallón 50 no andaban de paseo sino en una operación militar en la antigua zona de distensión.
No es nada fácil juzgar a estos hombres si se tiene en cuenta que su sueldo es de unos dos salarios mínimos mensuales, cerca de 670 mil pesos, y que cada uno se embolsilló de a 200 millones, por lo menos, según se ha podido establecer. Si cada soldado pudiera ahorrar la mitad de su salario (lo cual es imposible porque lo necesita para vivir) se tardaría 50 años para reunir ese dinero, de manera que es una tentación irresistible. Tal vez, esa misma consideración es lo que llevó al presidente Uribe a ‘perdonar’ la ligereza de aquel que encontró su billetera en Bucaramanga, conductor de oficio, quien en vez de entregarla saqueó 12 millones de sus tarjetas bancarias. A un presidente enfrentado a los delincuentes más sanguinarios del mundo no le queda bien descargar toda su ira en un pobre diablo que creyó poder robar al Jefe de Estado, el hombre más custodiado de Colombia, y seguir tan campante por la vida. La misma ingenuidad de los 147 militares.
Más lamentable es que el dinero maldito de las Farc, producto de extorsiones, secuestros y tráfico de narcóticos, dejen fuera de circulación a dos compañías de hombres bien entrenados y experimentados, y que éstos se hayan comportado como cualquier mafioso resucitado —o como algunos futbolistas—, comprando costosas camionetas, bebiendo desaforadamente, haciendo ruidosas fiestas, visitando burdeles y derrochando dólares en lo que se ofreciera. Al igual que casi todos los colombianos, los militares no sólo carecen de cosas materiales sino de una mejor educación, por eso hay que tratar de entender a estos hombres que nunca pasaron por una universidad —a diferencia de los políticos corruptos— y que no tomaron dineros públicos sino el dinero mal habido de los verdugos de Colombia. No obstante, hay que resaltar que el Ejército mismo denunció este hecho tan lamentable aun cuando se pudo haber ocultado sin mucho esfuerzo. Pero que estos hombres —y el ladrón presidencial— reciban el castigo que les corresponda para no seguir enviándole mensajes erróneos a la sociedad.
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