Que el atentado terrorista del club El Nogal es obra de las Farc es algo difícil de dudar. Por supuesto que la treintena de muertos —entre quienes cayeron también varios humildes empleados— no son mejores ni peores que los 23 indigentes asesinados en el Cartucho, también por las Farc, durante la ceremonia de posesión del presidente Uribe, o que los seis muertos de la bomba reciente de Medellín y las que sucesivamente han detonado en Arauca, también de las Farc, o los 119 muertos de Bojayá, con la marca de las Farc, o los 19 campesinos masacrados en San Carlos, Antioquia, hace un mes, adivinen por quién. Lo especial de este caso es que se trata de un atentado directo al poder, a todo el poder, que no deja de provocar cierta evocación del atentado a las Torres Gemelas.
Estallar un carrobomba de esas dimensiones en uno de los edificios más exclusivos y custodiados del país constituía todo un reto y una afrenta de marca mayor y es desde esa óptica que puede argumentarse que esto no es obra exclusiva de los cerriles guerrilleros, sin ayuda extranjera. No es exagerado afirmar que Colombia es objeto de un complot internacional orquestado por lo que queda del comunismo como punta de lanza de desestabilización del continente. Lo que se está aplicando es una receta muy completa que empieza por las narcoguerrillas, pasa por el apoyo político y económico de gobiernos dictatoriales como el de Cuba y Venezuela —y, en teoría, por los nuevos gobiernos de Brasil y Ecuador—, sigue en el juego infantil al que se prestan sindicatos, grupos estudiantiles, etc., y finaliza en la defensa amañada que hacen los activistas nacionales e internacionales de los ‘derechos humanos’.
La izquierda en Colombia y el mundo se parece más a una religión que a un partido político. El escaso 1 ó 2 por ciento de apoyo con el que cuenta la guerrilla en Colombia se hace notar más que el 98 por ciento restante. Basta ver la prontitud con la que se han organizado grupos en todo el país para promover el abstencionismo contra el Referendo, basta ver la proliferación en los medios de comunicación de enemigos de toda iniciativa gubernamental en materia de seguridad; todo les parece peligroso: los paras, los informantes, los soldados campesinos, los vigilantes privados… todo menos la guerrilla, las milicias, los sicarios, los narcos. Políticos —si vale el término— como Piedad Córdoba, Gustavo Petro, Wilson Borja, Lucho Garzón y otros por el estilo, legitiman el accionar guerrillero con su verbo y sus criticas acerbas. Buscan que el país se abra de patas para que triunfe una revolución hecha por delincuentes que sólo podrían fundar un estado polpotiano y medieval que convertiría a Colombia en un Afganistán.
Duele y sorprende que los colombianos no reaccionemos. ¿Qué falta para que nos hastiemos de tanta barbarie? ¿Qué falta para que nos pueda más la indignación que el miedo, el coraje más que la indiferencia? Hace rato que la realidad de los hechos superó los límites de lo permisible y aún hay quienes creen en los diálogos y en las conversaciones de paz, en marchas y en banderitas, en esa solidaridad de mentiras que dura lo que un minuto de silencio como alguna vez lo dijo el asesinado procurador Carlos Mauro Hoyos. Aún hay quienes se niegan a aceptar que para hablar se necesitan dos y que aquí hay una guerra, que nadie es ajeno al conflicto, que todos somos actores o víctimas y sólo las armas del Estado y los valientes soldados van a defendernos y a preservar el orden.
Pero no se puede seguir jugando a dos bandas, apoyando al Gobierno de palabra pero pidiendo que no haya gasto militar, pidiendo diálogos insulsos y pagando vacunas, secuestros y extorsiones. El enemigo, aislado pero fuerte, se ha inclinado por una táctica de guerra desesperada pero más cruenta como es el terrorismo, y para enfrentarlo se necesita una legislación de guerra. La muestra está en Arauca donde al amparo de la conmoción interior hubo capturas numerosas e importantes hasta que las altas cortes conceptuaron que el Ejército no podía cumplir funciones de policía judicial.
Esto no se arregla por las buenas, hay que mirar la historia mundial para darse cuenta de que las grandes sociedades han enfrentado a los violentos sin dilaciones ni consideraciones. Tal vez tiene razón Juan Martín Caicedo al decir que los temas del Referendo deberían ser otros, dado el momento que atraviesa el país. Colombia entera debe reclamar la pena de muerte para delitos atroces como el terrorismo porque la cárcel ni resocializa ni mete miedo ni constituye un castigo justo y proporcionado. No puede ser que Rigoberto García, después de estacionar el carrobomba contra la Fiscalía de Medellín como lo comprueba el video de seguridad —asesinando, entre otros, un bebé de la edad de su propio hijo—, reciba condena de 24 años, se le rebaje la tercera parte por ‘trabajo’ y ‘estudio’, y salga en 9 años a seguir matando colombianos dizque por cumplimiento de las tres quintas partes de la pena y ‘buena conducta’. Eso no es justicia, es impunidad y es estupidez.
Los argumentos en contra de esta iniciativa, que debe debatirse sin tapujos, son deleznables. Ni siquiera la objeción de conciencia de los católicos es válida. Bien ha dicho el obispo de Chiquinquirá, Héctor Gutiérrez Pabón, que estos delitos no tienen perdón de Dios. Antes de ser asesinado por las Farc, monseñor Isaías Duarte Cancino escribió: «un guerrillero que secuestra y asesina, que destruye pueblos enteros y se burla de los procesos de paz, carece de las virtudes que distinguen al ser humano y se convierte en el más miserable de los hombres. (…)¿Hasta cuándo en esta patria, tendremos que aguantar grupos de vándalos que porque llevan tres o cuatro letras en el brazalete ELN, Farc, piensan que les está permitido sembrar pánico y terror por nuestra geografía, obrando como hordas de sanguinarios fratricidas, cometiendo secuestros, crímenes, genocidios y ataques a poblaciones y policías indefensos; crímenes de lesa humanidad?».
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