Llegaron los obispos del Episcopado colombiano, reunidos la semana anterior en Bogotá, a la conclusión harto reiterada en Colombia de que debe hacerse una reforma agraria. Citando datos de memoria, que por crueles duele revalidar, el 80 por ciento de las tierras en este país son poseídas por el 10 por ciento de la población, lo que demuestra que este sigue siendo un país latifundista como en la época feudal y causa asombro, tristeza y rabia que muchos terratenientes puedan dar fe de sus posesiones a través de la tradición que otorgan cédulas reales expedidas por la corona española a sus antepasados mucho antes de la independencia nacional, lo que demuestra que no hubo tal emancipación sino un ardid de la burguesía de la época para no pagarle más impuestos a la Corona.
Una de las propuestas del presidente Álvaro Uribe es convertir a Colombia en un país de propietarios y eso puede lograrse de varias maneras: otorgando subsidios de vivienda, impulsando el cooperativismo, fomentando la participación accionaria de los trabajadores y la comunidad en empresas vitales como las de servicios públicos y, por supuesto, entregando tierras a los campesinos. La reforma agraria ha sido un sueño no realizado para las comunidades campesinas a pesar de existir desde 1961 un ente especialmente creado para tal efecto, el Incora (que el presidente Uribe acaba de liquidar por decreto 1292 de mayo 22 del presente año), que ni siquiera ha sido eficiente para entregar una buena parte de las tierras incautadas a los narcotraficantes en los últimos diez años.
A menudo suele repetirse una frase que ya ha perdido su sentido: «La paz vendrá del campo». El conflicto colombiano tiene un origen rural y aún no ha alcanzado a invadir totalmente el ámbito urbano, su influencia tan sólo es marcada en los suburbios pobres. Incluso en las zonas donde el conflicto no es fuerte la marginalidad rural es una bomba de tiempo. El campesino carece, por lo general, de servicios públicos, atención en salud, educación en condiciones óptimas, vías de penetración, medios de comunicación, acceso a la recreación, etc. Viven abandonados a su suerte, de la poca rentabilidad de sus cultivos y de sus sembrados de ‘pan coger’, para su propio consumo.
Además está el problema de la productividad que condena al sector agrícola colombiano a padecer a causa de su bajo nivel competitivo. El agotamiento de suelos, los problemas de financiación para la compra de agroquímicos y el atraso tecnológico en el tema de los cultivos transgénicos y todo lo que redunde en una mayor productividad por hectárea sembrada frente a los costos, han convertido al campesinado colombiano en una comunidad sin futuro.
Sin embargo, estos embates no han sido los peores. La población rural es el colchón de la guerra, es la víctima del reclutamiento forzoso por parte de las guerrillas y las organizaciones paramilitares, es la víctima de las más crueles masacres —según a uno u otro bando le plazca—, es la víctima de la expulsión de sus tierras, subsistiendo como refugiados o desplazados de manera miserable. También se han convertido en la base social del narcotráfico como cultivadores y raspachines de coca y amapola y, por tanto, se ven también perjudicados con las fumigaciones y la persecución a los únicos productos que les son rentables.
Sin duda es una necesidad apremiante que el Gobierno se ocupe del sector agrícola pero no basta con repartir tierras, el problema no es sólo de la tenencia de la tierra sino del abandono en el que viven los campesinos y los colonos, tanto en las regiones más apartadas como en las cercanías de las ciudades. Lo prioritario, como ha dicho el Presidente, es recuperar la seguridad y una vez se logre se podrá pensar en una red de apoyo social de acompañamiento al campesino para que en el futuro no nos toque padecer otra vez por culpa de algún labriego que monte una organización terrorista porque le robaron tres marranos y dos gallinas.
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