El problema de la política colombiana no son los débiles partidos políticos sino quiénes los conforman; gentuza sin vocación de servicio.
Podría decirse que para un país que tiene una clase política corrupta y un pueblo inmaduro para la política, cualquier sistema electoral es malo. Eso es lo que se deduce si se escucha con atención a los amigos y los enemigos del llamado ‘voto preferente’ que se discute por estos días en el marco de la Reforma Política que cursa en el Congreso. El llamado ‘voto preferente’ consiste en que una vez se promulguen listas únicas por partido, el elector pueda escoger por cuál renglón de la lista desea votar. Así, si un liberal quiere dar su voto por Germán Vargas Lleras lo hace directamente sin favorecer a algún político indeseable que esté por delante en la lista como decir (sólo por dar un ejemplo), Piedad Córdoba.
La génesis de este asunto de la Reforma Política no es otra que la de entorpecer el Referendo del presidente Álvaro Uribe; de hecho, la Reforma, en principio, quiso hacer las mismas transformaciones contenidas en el Referendo a pesar de que este último, en opinión de los contradictores del Polo Comunista “no sirve para nada”. El punto más importante de la Reforma Política es, precisamente, el de las listas únicas de partido dado que en Colombia la actividad política se convirtió en un asunto mercantil y en una rapiña que persigue los cargos de elección popular no sólo por las jugosos estipendios económicos legales que se perciben sino por el lucro que puede obtenerse en los presupuestos de contratación.
Lo anterior, dicen los expertos, ha dado al traste con los partidos y ha fomentado la desinstitucionalización del país. Hoy se registran cerca de setenta partidos políticos pero ninguno de ellos tiene la suficiente seriedad y fuerza para señalar un mejor rumbo de gobierno, ni representan fielmente el deseo de las mayorías de colombianos. Esta proliferación de listas se ha prestado, incluso, para la llegada de un montón de gente sin ninguna preparación a las corporaciones públicas —actores, deportistas, cantantes, etc.— de quienes se llegó a pensar que oxigenarían la democracia pero cuyos resultados han sido desastrosos.
Por todo eso se ha insistido en que la solución a esta problemática es darle fin a la llamada ‘operación avispa’ (la proliferación mencionada) y volver a la disciplina de los partidos con listas únicas, lo cual en teoría es aceptable pero en la práctica revive el viejo fantasma del ‘bolígrafo’, como era llamada la elaboración de listas a puerta cerrada, donde primaban los pactos secretos y cada renglón tenía su precio. Al interior de los partidos no existe la democracia ni de fondo ni de forma como para adelantar consultas internas. El colombiano de a pie no tiene madurez política y la apatía hacia los partidos es cada vez mayor por sus nulos resultados y por la evidente corrupción que sigue siendo el pan de cada día.
Tanta razón tienen los que apoyan el voto preferente como quienes no lo apoyan. Sin esta opción el mismísimo presidente Uribe no estaría en el Palacio de Nariño pues lo que él hizo fue ni más ni menos que saltarse el orden de la fila de presidenciables del Partido Liberal, violando su disciplina, cosa que ahora se propone combatir tratando de evitar la aprobación del voto preferente. Los enemigos de la iniciativa —incluyendo al Presidente— creen que éste mecanismo sirve para mantener tal y como están las ‘microempresas electorales’, pues quienes se sirven de toda clase de artimañas para comprar sus curules mantendrían así la opción de que su clientela votase por ellos aunque estén de últimos en las listas. Claro que sería muy interesante ver si en las listas de los partidos Liberal y Conservador, hechas con ‘bolígrafo’, no aparecen los mismos cafres de siempre en los primeros 20 ó 30 renglones.
Esto más bien trae a colación de nuevo el tema de la utilidad de las corporaciones públicas en Colombia y su incidencia en la democracia. La Rama Legislativa en general —concejos municipales, asambleas departamentales y el Congreso de la República— no son más que un botín para los partidos y los políticos de profesión, tan afectos al poder y al dinero del erario. Como tales corporaciones no cumplen ninguna función útil deberían desaparecer para usar los recursos que en ellas se dilapidan en inversión social: más educación, más vivienda, más salud…
Es hora, incluso, de mirar nuevas experiencias y ensayar opciones diferentes como la que se está desarrollando en Tarso, un pequeño pueblito de Antioquia. Allí se estableció la Asamblea Constituyente Municipal, un ente compuesto por 50 miembros sin salario alguno, algunos de los cuales llegan por derecho propio como el cura párroco, el comandante de Policía, el comandante del Ejército, el director del Hospital, el director de la escuela, los presidentes de las juntas de acción comunal, etc., y el resto por elección popular. Ellos toman las grandes decisiones en el pueblo, las que los afectan a ellos mismos, como los gastos del presupuesto. Aquí no hay vanidad de poder ni codicia de dinero; no puede haber un órgano más legítimo que el que se conforma por mera vocación de servicio, eso que tanta falta le hace a la política.