El viernes 16 de abril fue víctima de un supuesto atentado del que no se sabe si salió ileso, herido o muerto, y que podría tener hondas implicaciones en el proceso de paz con las autodefensas.
El caso de la desaparición del máximo líder de los grupos de autodefensa en Colombia, Carlos Castaño, podría ser la confirmación de que los paramilitares, al estilo de la misma guerrilla que combaten, se pudrieron, se infectaron con el dinero maldito de la coca y no tienen más aspiración que quitarse de encima la sombra terrible de la extradición para poder actuar con la mayor impunidad y hacer ver el terror de Pablo Escobar y las guerrillas como una representación de Blanca Nieves y los siete enanitos.
Leyendas urbanas se han tejido acerca de la supervivencia de delincuentes como Escobar y Fidel Castaño —hermano mayor de Carlos y fundador de las autodefensas—, pero en este caso todo apunta a que no hay tal auto desaparición con entrega a los gringos, acuerdo de por medio, para delatar lo que sabe —o sabía— sobre el negocio de las drogas, sino un crimen ejecutado por sus antiguos aliados precisamente para evitar que Castaño, enemigo acérrimo del narcotráfico, los delatara en una probable negociación con las autoridades de Estados Unidos.
Por supuesto que no se trata aquí de lamentar la eliminación de Carlos Castaño como si tuviera más valor que los cientos de colombianos de bien que son asesinados cada año, pero no hay que ser un genio para entender que esto es una muestra fehaciente de que el asunto del paramilitarismo está terminando en el peor de los mundos posible. De hecho, la última edición de la revista Semana publica una nota donde se afirma que un senador le hizo llegar al presidente Uribe una razón de un sector de autodefensas que advierte que si la negociación con el gobierno va a tener un carácter de sometimiento a la justicia, ellos se unirían a las Farc para combatir al Estado. ¿Chiste flojo o realidad? Pues la verdad es que en algunas regiones del país los paras conviven con la guerrilla alrededor del negocio de las drogas.
Siempre se dijo de labios para afuera que el paramilitarismo era un remedio peor que la enfermedad y todo parece indicar que vamos a comprobarlo, en el futuro cercano, con ríos de sangre. Si bien este fenómeno tuvo un origen legítimo por el vacío de Estado ante los desmanes de la subversión, su relación con el narcotráfico —desde que Pablo Escobar creó el MAS (Muerte A Secuestradores) en 1980— y con meros delincuentes comunes, con ínfulas de terratenientes, ha sido intensa y permanente, lo que les hace perder el aura de héroes contrarrevolucionarios y los muestra como lo que son. Cada vez se hace más evidente que, una vez derrotada la guerrilla, al Estado y la sociedad colombiana no les quedará más remedio que hacer la guerra contra los paras, narcotraficantes que donde se asientan practican el mismo despotismo de las guerrillas que combaten.
La parte romántica del paramilitarismo pudo haber muerto con Castaño, un asesino cruel y despiadado pero que actuó por idealismo, por tratar de derrotar, desde la ilegalidad, a los secuestradores y asesinos de su padre, las Farc. Un guerrero que fue capaz de confesar crímenes atroces como el del entonces candidato presidencial y ex guerrillero del M-19, Carlos Pizarro Leongómez; un luchador al que se le reconoce la pacificación de Córdoba y Urabá aunque a un alto precio en vidas humanas. Un batallador que colaboró y fue determinante en la guerra contra Pablo Escobar, al frente de los ‘Pepes’; pero también alguien que aseguraba estar conciente de sus errores y dispuesto a pagar sus culpas.
Castaño demostró ser un idealista pragmático que cumplía la palabra dada. Una negociación con él y con otros hombres de reconocida trayectoria en las autodefensas como Ramón Isaza, Max Humberto Morales o El Alemán, tendría un efecto duradero y positivos resultados pero los que han quedado con Mancuso a la cabeza —la gran incógnita— y reconocidos narcotraficantes como Vicente Castaño, hermano del ex jefe político de las Auc; Diego Fernando Murillo Bejarano, alias Adolfo Paz o Don Berna; Javier Montañez, Julián Bolívar y Ernesto Báez, comandantes del Bloque Central Bolívar; Martín Llanos, de las Autodefensas Campesinas del Casanare y Miguel Arroyave, comandante del Bloque Centauros, entre otros, no ofrecen credibilidad para un proceso y menos cuando amenazan al presidente, rechazan de plano la extradición y no ofrecen reparaciones de ninguna naturaleza.
Con el precedente de Pablo Escobar delinquiendo desde su propia cárcel estos individuos creen que el país se va a tragar el sapo de verlos pasear por las calles como señores feudales. Uribe no les va a aceptar eso aunque lo amenacen —como se ha denunciado— y lleguen a atentar contra su vida para culpar a las Farc y pescar en río revuelto; ya el presidente los sentenció: sólo se salvarán de la extradición si hacen una demostración convincente de su deseo de cambio. Esto es cesar el fuego, desmovilizarse, dejar de traficar… ilusiones porque, mientras vivan, no dejarán de hacerlo.
Si Castaño se entregó a los gringos o simplemente huyó a otro país para cambiar de vida nunca se sabrá. Si está muerto, su cuerpo no se encontrará jamás porque a sus asesinos no les conviene que se conozca su verdadera cara. Una cosa es cierta: por la franqueza que el país le conoció no parece probable que haya inventado un ardid como este para escabullirse, con heridos y muertos de por medio. Él no era un actor de telenovelas en tanto que, a Salvatore Mancuso, el afán de negar el asesinato de quien fuera su jefe se le nota fingido, poco convincente. El caso es que el paradero de Castaño es una incógnita tan grande como el desenlace de un proceso incierto con las Autodefensas Unidas de Colombia.
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