No es una friolera que 1600 empresarios revelen que la corrupción de 2003, por contratación con el Estado colombiano, fue de más de mil millones de dólares.
Pareciera que la corrupción es exclusiva de los países tercermundistas, y básicamente del sector público. Sin embargo, es algo propio de la condición humana y ello se demuestra cuando se destapan grandes escándalos en sociedades avanzadas. Hay ejemplos recientes, incluso en el sector privado, como los de Enron, WorldCom y Parmalat, para citar unos pocos. No obstante, desconocer que la corrupción es el cáncer de los países en desarrollo es ignorar lo que día tras día empeora las posibilidades de salir del cascarón e impide derivar a un nivel de vida superior de sus habitantes.
En Colombia hay una cultura de la ilegalidad muy establecida y de larga tradición que empezó con el contrabando y tiene en el narcotráfico a su más execrable exponente. Las viejas leyendas sobre espantos que en las noches se tomaban los caminos no eran más que una treta de los traficantes para eludir a los oficiales de rentas. No eran La Llorona ni el Cura Sin Cabeza los que asustaban en las trochas sino los contrabandistas que viajaban a medianoche con las mulas cargadas. El contrabando derivó además en piratería y falsificación. En cualquier calle se consiguen productos baratos porque no pagan impuesto o porque no son originales: libros, discos, ropa y calzado de marca, perfumes, películas, software, documentos, repuestos automotrices, etc. Cualquier cosa es susceptible de falsificación.
Dieciocho personas han muerto en una semana, en Barranquilla, por consumo de licor adulterado. Los mejores dólares del mundo no los imprimen en Estados Unidos sino en Cali. Los libros de García Márquez se venden en los semáforos por una tercera parte de su precio. Las copias piratas de La pasión de Cristo estaban en venta, en las calles, antes de que la cinta se exhibiera en las salas de cine.
Nuestra sociedad ha perdido sus valores en pos de un enriquecimiento rápido e ilimitado o de la mera supervivencia. La cultura popular está tan permeada por ese fenómeno que se refleja una manera de pensar opuesta a la de nuestros abuelos, el honor no vale nada, se destaca más la picardía, la viveza, la malicia. Se aplaude al avispado y el virtuoso es tenido por idiota; se da por hecho que no hay que respetar lo ajeno. Hasta tal punto han llegado las cosas que cuando un niño muy pobre de Medellín devolvió una gruesa suma de dinero que se encontró en el suelo, el asesinado gobernador de Antioquia, Guillermo Gaviria, lo premió con una casa pero no por su acto de honestidad —un acto normal que no debería merecer un premio— sino porque al gobernador le pareció muy doloroso saber que el niño se había vuelto centro de burlas en su barrio.
Ese cáncer nos está corroyendo sin que nadie quiera darse cuenta. Con tranquilidad de conciencia y como si se tratara de algo sin importancia pagamos a funcionarios públicos y privados para que nos agilicen un trámite, nos eximan de algún requisito o nos permitan pasarnos por alto una norma, violándola impunemente. El monto de la paga es directamente proporcional al tamaño del favor. Uno pequeño se paga con una gratificación para que el servil funcionario se tome un refresco, pero uno muy grande incluye por recompensa un cuantioso soborno que también es llamado ‘mordida’, ‘serrucho’ o ‘CVY’, (Cómo Voy Yo). El problema está instalado en el ideario nacional.
Y como este asunto ya hace parte de nuestra cultura a muy pocos les importa. Por eso, la encuesta que reveló Confecámaras hace unos días, que debería haber sido motivo de escándalo y disgusto en todo el país, con resonancia de meses y motivo de decisiones drásticas, pasó casi desapercibida aunque debería estar en boca de todos los colombianos de bien. No es una friolera que 1600 empresarios revelen que la corrupción de 2003, por contratación con el Estado colombiano, fue del orden de 3 billones de pesos; es decir, ¡más de mil millones de dólares! No es nada de poca monta que los empresarios revelen que para obtener contratos hay que dar sobornos que van del 10 al 25 por ciento del valor del mismo —cosa que ya se sabía— y que las licitaciones son inútiles porque las condiciones de los pliegos se ajustan a la medida de los proponentes que paguen. Reconocen los encuestados —y tienen por qué saberlo— que la clase política fracciona los contratos para evadir la acción de las entidades de control, y favorece el monopolio de contratistas; es decir, que hay una mafia lucrándose de los contratos del Estado, con la plata de todos.
Los empresarios encuestados revelan que quienes más influyen en las prácticas corruptas son (en su orden): concejales, senadores, representantes a la Cámara, diputados y, finalmente, los funcionarios públicos en general. O sea, la mafia de corruptos es la clase política, los que se roban el país y por culpa de quienes no hay escuelas, hospitales o carreteras. Por culpa de quienes hay que aumentar impuestos cada año para suplir la quiebra del Estado y por culpa de quienes hay una fuerte desinstitucionalización que genera la cultura de ilegalidad en que vivimos. Lo más incomprensible —aparte de que no hubo respuesta de los colombianos— es que aunque la encuesta es anónima, hay una confesión del empresariado que debería desatar el proceso penal más grande de los últimos tiempos pero no, qué vamos a molestar a estos ‘buenos’ colombianos que no han hecho nada distinto a lo que hacemos todos desde que nos transportábamos en mulas.
Publicado en el periódico El Mundo de Medellín, el 10 de julio de 2004 (http://www.elmundo.com/).