La izquierda se alió con la vieja clase política corrupta y ese engendro ya prendió la maquinaria de campaña contra el presidente de Colombia.
La leyenda negra que quiere tejerse otra vez en torno del presidente de Colombia es la muestra fehaciente de que la carrera por la reelección va a enturbiar el panorama político del país desde ya, cuando Álvaro Uribe Vélez apenas va por la mitad de su mandato, no porque él vaya a descuidar sus labores para ponerse en campaña sino porque sus enemigos empezaron la contienda con los mismos sucios argumentos de hace dos años, cuando sólo les faltó la eliminación física del candidato para impedir que llegara al poder.
Las arremetidas de Neewsweek contra el primer mandatario y el escándalo por la asistencia de paramilitares al Capitolio son una estrategia de debilitamiento de la imagen de Uribe en el exterior, ya que en Colombia mantiene altísimos niveles de aceptación que hacen infructuosas las criticas internas a pesar de la dura realidad del país. Y aunque no vale la pena hacer eco de las ‘denuncias’, nuevas o viejas, de la revista norteamericana es importante repasar los débiles argumentos de los que se han pegado los enemigos del país para atacar al presidente. Básicamente se trata de tres temas: los caballos, la Alcaldía de Medellín y la dirección de Aerocivil.
Alberto Uribe Sierra fue un caballista afiebrado; fiebre que le bajó las Farc de un balazo cuando trataron de secuestrarlo en 1983. Los caballos también han sido la gran afición de los mafiosos y seguramente don Alberto y su hijo mayor —el hoy presidente— coincidieron con muchos de ellos en festivales equinos y otros eventos similares. Uribe Sierra tenía el orgullo de competir de tú a tú con las bestias de Fabio Ochoa Restrepo, el caballista número uno del país, cuyos hijos Jorge Luis, Juan David y Fabio, más o menos contemporáneos de Álvaro Uribe, se convirtieron en importantes narcotraficantes, bautizados por la DEA como el Clan Ochoa.
Entre 1980 y 1982, Álvaro Uribe Vélez fue director de la Aerocivil y dizque le dio licencias a los pilotos del narcotráfico y matrículas a sus aviones. Como quien dice, debió omitir la presunción de inocencia y adivinar que los dueños eran narcos; entonces, es ‘cómplice’ por licenciar pilotos y aeronaves ‘calientes’. Ese raciocinio carece de lógica. De igual manera serían cómplices de los narcotraficantes quienes les han cedido el paso en una calle o les han vendido tinto en una cafetería. Dar licencias es una de las funciones de la Aerocivil, y no le competen actividades judiciales.
En 1983, el joven político fue nombrado a dedo —costumbre de la época— como alcalde de Medellín, dignidad que apenas le duró cuatro meses, también por costumbre de la época. Eran los tiempos en que Pablo Escobar, considerado por la revista Semana como un generoso ‘Robin Hood’, construyó un barrio para regalarle casitas a la gente que vivía en el basurero de Moravia. Escobar, que se creía Dios, no necesitaba pedirle permiso a nadie, y menos a un alcalde más joven que él, para cometer ilícitos y, menos aún, para sus actos de disfrazada caridad. Valga anotar que, veinte años después, el antiguo basurero está poblado otra vez por miles de personas que perviven al azar de que los gases contenidos exploten y causen una tragedia gigantesca pero los políticos de la ciudad más rica de Colombia no han sido capaces de resolver el problema.
La leyenda dice que Uribe inauguró el barrio, que Belisario Betancur lo echó de la Alcaldía por reunirse con los capos de la época y que el helicóptero del papá apareció en Tranquilandia, en 1985, el más grande laboratorio de coca descubierto por las autoridades. Todo son especulaciones o verdades a medias. Se le acusa de estar ‘untado’ por asistir a ferias equinas y por ser la segunda autoridad de Medellín cuando la autoridad de facto era Pablo, que mandaba a dormir al que se le atravesaba. Argumentos tan débiles no sirven ni para chisme de costurero.
Ahora, ver el nombre de Álvaro Uribe Vélez en una lista de colaboradores del narcotráfico de 1991 es doblemente absurdo. Para esa época Uribe y Pablo Escobar eran suficientemente conocidos; el primero, como senador estrella del Congreso y, el segundo, como el peor delincuente de la historia de Colombia, a quien el país primero admiró y después, desengañado, temió con verdadero horror. Eran el agua y el aceite. Pero además, en Medellín todos sabían quién era cercano a Escobar y Uribe nunca figuró ahí, a diferencia de otros políticos y hasta gentes de la alta sociedad.
Pero como la consigna es “calumniad, calumniad, que algo queda”, no se podía guardar hacia la visita de los paras al Congreso, el mismo silencio cómplice que se guardó ante la visita, hace apenas semanas, del guerrillero Francisco Galán al mismo recinto. El presidente le dio permiso para salir de la prisión, lo llevaron a Bogotá en aeronaves oficiales como a los paramilitares, habló la misma basura que ellos y es tan asesino, terrorista, secuestrador, extorsionador y narcotraficante como sus antagonistas, pero nadie dijo nada. Bien anotó el comisionado de paz, Luis Carlos Restrepo, que los que le sacan al cuerpo a este proceso corrían al Caguán a tomarse fotos y beber whisky con los jefes de las Farc. La izquierda se alió con la vieja clase política corrupta y ese engendro ya prendió la maquinaria de campaña contra el presidente y contra todos los colombianos de bien.
Publicado en el periódico El Mundo de Medellín, el 23 de agosto de 2004 (http://www.elmundo.com/).