Uno de los aspectos que más se critican de la política de Seguridad Democrática del actual gobierno es el de las capturas masivas, y se critica precisamente porque es una estrategia importante que vulnera la tranquilidad y la indemnidad con la que subversivos y colaboradores habían logrado pasar desapercibidos hasta hace poco, camuflándose inclusive en ámbitos vitales de las comunidades. Y el argumento con el que se critica es porque no se ha caído en los excesos que predecían los opositores, con lo que cada vez se fortalece más y se vuelve más imprescindible.
Tal argumento es aquel por el que debe recibir los mayores elogios: el hecho de liberar a todos aquellos contra quienes no hay recursos probatorios. Pueden ser terroristas, sí, pero estamos en un estado de derecho y nuestro sistema judicial se atiene a aquella norma de que todos somos inocentes hasta que se nos pruebe lo contrario. Sin embargo, los detractores dicen que eso demuestra la inocencia de los capturados, lo tendencioso de las delaciones y el exceso de autoritarismo, si cabe la redundancia. Ese raciocinio es equivocado puesto que a los liberados se les pone en la calle por vacío de pruebas, lo cual no es sinónimo de inocencia. De hecho, tenemos un rico historial de laxitud judicial no sólo con los subversivos sino con todo tipo de delincuentes: narcotraficantes, corruptos, etc.
Pero precisamente la independencia de la rama judicial es garantía para el correcto funcionamiento de esta política. El hecho de que muchos capturados sean liberados después, demuestra que esto no es la Argentina de la Junta Militar ni el Chile de Pinochet; aquí los colaboradores de la guerrilla no están siendo arrojados al mar sino que son presentados ante los jueces con todas las garantías procesales. Demuestra también que el sistema, con todas sus imperfecciones, funciona de manera aceptable. No por capricho se detienen decenas de sospechosos; cuando hay señalamientos estos son evaluados, hay inteligencia militar y policial y, finalmente, la Fiscalía hace su trabajo: investigar, verificar e impartir las órdenes de capturas, allanamientos y confiscaciones a que haya lugar.
No se puede caer en la ingenuidad de creer que todos los guerrilleros usan fusil, visten de camuflado y viven en campamentos en los montes. Los subversivos hace rato le trabajan al poder local y ese sólo se ejerce insertándose en las comunidades, acercándose a los dirigentes comunitarios o ejerciendo algún tipo de liderazgo. En las grandes ciudades, donde las comunidades son muy fragmentadas, también hacen presencia en los sectores pobres con sus milicias urbanas, de un lado, y, del otro, se camuflan para ejecutar sus actos de barbarie y trabajos de logística y adoctrinamiento.
Son cándidas muchas personas que consideran arbitrarias las detenciones de individuos que ejercen algún tipo de liderazgo social o que son muy visibles en la comunidad. Cuando se tiene un enemigo interno nadie puede ser intocable, ni alcaldes, ni sacerdotes, ni músicos, ni profesores, ni estudiantes. No puede pretenderse que el cura sea inocente porque es muy consagrado a su feligresía, o que lo es el alcalde por su investidura, o que son inocentes unos músicos porque le cantan a la paz. La Fiscalía y el aparato judicial son los únicos que pueden determinar si alguien es culpable o inocente o, simplemente, si no se puede procesar por carencia de pruebas, debilidad en los indicios o conjeturas amañadas.
Todos los miembros de un Estado están potencialmente expuestos a que se revisen sus acciones para proteger a los demás asociados y al Estado mismo, máxime cuando hay un poder desestabilizador que no mide sus acciones. Por eso es necesario implementar políticas como las que vienen contenidas en el Estatuto Antiterrorista que pueden dar lugar a errores comprensibles por la situación en que estamos pero no a lo que muchos califican de excesos injustificados.
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