Hace cuatro años, durante la visita de Bill Clinton a Cartagena, revoltosos asesinaron al auxiliar bachiller de policía, Ramiro Soto Londoño, de 21 años, reventándole la cabeza con un explosivo en la Universidad Nacional de Bogotá. El próximo 22 de noviembre, el reelegido presidente de Estados Unidos, George W. Bush, estará en Cartagena por pocas horas. Si la visita de Clinton causó algún  alboroto, es seguro que la del polémico Bush provocará sonadas protestas en las principales ciudades del país y hasta hechos repudiables que se olvidarán en un par de semanas.

En realidad no parece que una simple visita protocolaria justifique la violencia desmedida y salvaje con la que algunos desadaptados pretenden dejar sentada su animadversión por un personaje o por lo que llaman ‘imperialismo yanqui’. Más parece un asunto cultural, de enanismo mental y hasta de simple vandalismo, el querer hacerse oír a los gritos y anunciarse a pedrada limpia. En Colombia, la protesta social no sólo es estridente sino que, en general, luce equivocada y sin enfoque, porque además quienes verdaderamente tienen razones para protestar, no lo hacen. Es más la mezquindad y el individualismo de algunos que  quieren mantener sus privilegios a costa de las mayorías lo que mueve las protestas de los nefandos servidores públicos, los sindicalistas y sectores de la izquierda.

Los trabajadores de la salud, por ejemplo, quiebran los hospitales con sus prebendas exorbitantes y luego protestan porque no les pagan o porque se quieren ejecutar reestructuraciones. Los maestros protestan porque los quieren evaluar o porque les quieren meter competencia de profesionales mejor preparados. Los trabajadores del Estado, en general, protestan por las reestructuraciones que buscan eliminar los regímenes laborales especiales que llevan al despeñadero a las empresas oficiales. Los estudiantes de las universidades públicas llevan años protestando por supuestas privatizaciones de las mismas, y las gentes de casi todo el país protestan cuando tienen que contribuir económicamente para la ejecución de obras que los favorecen a ellos mismos y que de otra manera serían imposibles de hacer realidad.

Sin embargo, pocos protestan contra el secuestro, apenas quienes tienen parientes plagiados. Nadie protesta por el insuficiente pie de fuerza policial en las ciudades, ni por el pésimo servicio del transporte público, que siendo un negocio privado no debería llamarse así. Tampoco hay protestas por la pésima educación impartida a los niños y jóvenes en primaria y secundaria, donde además de un profesorado que oculta su mediocridad planteando tareas absurdas e investigaciones imposibles, se destina una pobre intensidad horaria en el calendario escolar más corto del mundo: 180 días al año aproximadamente,  frente a países como Estados Unidos, Alemania o Japón, que estudian entre 270 y 300 días al año. Hay una pobreza franciscana en ciencias básicas, orientación vocacional, artes y deportes, pero nadie protesta.

Tampoco hay investigación en Colombia y eso no es motivo de reproche para nadie y, lo que es peor, nunca se ha visto una protesta contra la corrupción, mucho menos con tirada de piedra, arengas y amotinamiento. La situación carcelaria ha sido objeto de protestas pero por parte de los presos, que siendo delincuentes causantes de tantos males no lo hacen por el bien del país sino por el de ellos. Nadie protesta por los delincuentes que dejan escapar ni por los que salen con boleta de libertad como el cantante Diomedes Díaz —asesino de una amiga suya—, ni por los demás fallos de una ‘justicia’ que literalmente falla a diario.

En fin, motivos de protesta válidos hay muchos, pero no lo son ni la visita de Bush, ni el TLC, ni la reestructuración de las empresas del Estado. Cada tres o cuatro años, el invierno inunda los mismos pueblos y los dirigentes no hacen nada para remediarlo; el agua potable es una ilusión en muchos municipios pero la Colombia que sí lleva del bulto no habla y los verdaderos temas de importancia se callan como si aquí no pasara nada.

Publicado en el periódico El Mundo de Medellín, el 22 de noviembre de 2004.

Posted by Saúl Hernández

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