No se imaginan muchos colombianos lo grave que es el problema pensional en Colombia. Ya se agotaron los fondos del Instituto de Seguros Sociales (ISS) y la Nación tendrá que empezar a girar los recursos necesarios desde el mes de septiembre. Pero los pensionados del Seguro apenas representan el 30 por ciento de todos los del país; el resto lo conforman los ex trabajadores del Estado a quienes se les pagan nueve billones de pesos al año, algo así como el 15 por ciento del Presupuesto Nacional (77 billones); cifra similar a la que se destina en inversión social (9 billones), en defensa y seguridad (8 billones) y una tercera parte de lo que se paga en servicio de la deuda externa (27 billones).
Parece mucho y muy loable el sacrificio que hace el Estado con el compromiso sagrado de pagarle su platica a los viejitos de Colombia, aunque muchos sean menores de 40 años y tengan una salud envidiable o hayan vegetado unos pocos meses en el Congreso para elevar su promedio salarial y alcanzar los beneficios de pensiones multimillonarias que merecen nuestros Padres de la Patria. Pero no, aún así, desangrando el erario, resulta que sólo el 25 por ciento de los colombianos en edad de pensionarse reciben sus mesadas que para la gran mayoría son de un salario mínimo. El 75 por ciento restante debe conformarse con vivir en la doble miseria de ser pobre y ser viejo.
Por eso tiene toda la razón el ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla, cuando propone no tanto como una pensión sino más bien un subsidio a la vejez de medio salario mínimo, unos dos dólares diarios. Y ante las criticas de quienes aducen que eso es una miseria, el Ministro concluye que eso es mejor que nada. Estos ancianos no pertenecen a ningún régimen pensional y, por lo general, nunca fueron cotizantes, por lo que no tienen ninguna posibilidad de acceder a una pensión y, a pesar de las buenas intenciones del Gobierno, tampoco parece posible lo del subsidio.
Lamentablemente, «el que mucho abarca poco aprieta», según el refrán. Ya es una misión delicada solucionar el pasivo pensional y si a ello le sumamos la quiebra de los hospitales públicos, las necesidades crecientes del régimen subsidiado de salud, las limitaciones para otorgar subsidios de vivienda y el costo de la Seguridad Democrática, entre otros muchos asuntos, no se ve de dónde saldrían los recursos para ese subsidio si en la actualidad hay tan sólo 144 mil ancianos que reciben hasta 75 mil pesos de subsidio mensual (casi un dólar diario) cuando los que carecen de pensión son más de cinco millones; es decir, un plan de subsidio de dos dólares diarios para el 75 por ciento de ancianos que no reciben pensión cuesta 3.600 millones de dólares al año, lo que en buen cristiano son otros nueve billones de pesos que ninguna reforma fiscal puede obtener.
Todo esto pone de manifiesto la inmensa pobreza de nuestro país, donde ya hay una importante carga impositiva que puede desestimular la inversión y que, sin embargo, y en el supuesto de que no hubiese corrupción ni despilfarro, seguiría siendo insuficiente para combatir la miseria. Entonces, se hace imperativo revisar en qué se está gastando la plata que se recauda en impuestos y rebajar los gastos del Estado, los salarios de los congresistas, de los jueces de las altas cortes, etc.
Colombia se ha vuelto un país con dos realidades cada vez más dramáticamente opuestas porque mientras para unos es común ir a la universidad, tener carro y celular, usar el internet, leer los periódicos y las revistas, viajar en vacaciones, ir a cine, conciertos o finales futboleras, para la gran mayoría sobrevivir es un trágico oficio y el Estado carece de recursos para darles una ayuda así sea miserable. Y, mientras tanto, los violentos deben estar muy felices porque esta dura realidad sólo a ellos beneficia. Eso es lo que llaman, en sus discursos trasnochados, ‘contradicciones del sistema’, y que es como un cáncer que puede disolver un Estado sin hacer un solo tiro.
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