Casi nadie está en contra de la justicia social, eso sería insensato, pero el asistencialismo del Estado tiene sus peligros. Es lógico que una sociedad deba asegurarse de que los más desprotegidos estén cubiertos en sus necesidades básicas, ello incluye a ancianos, limitados físicos y mentales, y a la niñez de los grupos sociales más vulnerables. Si es indignante dejar morir a animales en la calle, con mayor razón si se trata de personas en estado de indefensión.

Por fortuna, es evidente que la conciencia social de la opinión pública ha crecido y en las últimas elecciones puso muchos votos. Ante tanta pobreza es apenas normal que el discurso populista cale entre la gente. Uno de los programas banderas del alcalde de la capital, Lucho Garzón, es ‘Bogotá sin hambre’, una propuesta justiciera y reivindicativa que recuerda sus jornadas de sindicalista. El nuevo alcalde de Medellín, Sergio Fajardo, fue elegido en buena parte por el cansancio de padecer una administración que hizo muchas obras costosas e inútiles que no alcanzan a paliar la desazón de ver las hordas de miserables pidiendo limosna por toda la ciudad. Muchos otros de los nuevos alcaldes ofrecieron lo mismo, pensar más en las necesidades básicas de la gente y no tanto en el cemento.

Sin embargo, es importante evaluar hasta qué punto es sano y conveniente el asistencialismo estatal a ultranza. Los efectos negativos de una solidaridad mal entendida, de la conmiseración insana y desatinada, están bien diagnosticados. Numerosos estudios realizados por entidades muy serias han demostrado cosas como que pedir limosna es un buen negocio y mejora si se explota la sensibilidad humana; los lisiados, los niños, las viejitas achacosas, entre otros especímenes, son los más socorridos. Se usan estrategias como la de alquilar niños de brazos, autoinfringirse heridas o fingir cojeras.

También se ha demostrado que en las grandes ciudades de Colombia nadie se muere de hambre (y eso está bien) pues, gracias a la caridad de los colombianos pululan grupos de asistencia y amparo que, desinteresadamente, dan de comer al hambriento y de beber al sediento. La Iglesia católica también ha implementado lo que se llama «Banco de Alimentos» para dar en donación a las personas pobres.

Está claro igualmente que la mendicidad genera dependencia y, a menudo, tiene fines menos altruistas que alimentar a la familia; se pide para sostener vicios. Incluso, indígenas de diversas etnias suelen desplazarse a ciudades capitales con sus familias, en contra del mandato de sus gobernadores, para poner a sus mujeres e hijos a pedir la limosna que después derrochan en borracheras interminables.

Este panorama empeora cuando es el Estado el que provee de asistencia a los desamparados y se vuelve garante incondicional de las necesidades básicas y de otras que no lo son tanto. ¿Es aceptable que una pareja con doce hijos resigne sus obligaciones y sea el Estado el que alimente a sus críos en los restaurantes escolares? Tal acto que parece de la más mínima justicia social termina prohijando actitudes de exagerada condescendencia que rayan en la alcahuetería.

Por eso, el populismo del que muchos políticos se valen para alcanzar el favor del pueblo en las urnas conlleva el peligro de desintegrar el sustento real de una sociedad, que es su riqueza. Y la riqueza no es de caucho, no basta con lanzar frases de cajón como «este país es inmensamente rico» o «en este país la riqueza está mal repartida», para que de manera automática broten los recursos. La economía es dinámica, si el asistencialismo que se practica se limita a alcahuetear la pereza y la sinvergüencería de algunos es como tirar la plata por un caño.

No es que se deba suprimir la asistencia del Estado; por el contrario, se debe incrementar y dirigir hacia allá grandes esfuerzos, pero debe haber algo a cambio, no puede ser sin contraprestación alguna. Los favorecidos deben aceptar algunos compromisos para ser acreedores de las ayudas como la ejecución de trabajos comunitarios, el no ejercer la mendicidad, el no invadir el espacio público con ventas callejeras, etc. Pero además se le debe restar asistencia a quien más hijos tenga, a quienes tengan problemas de adicción o a quien perpetre algún delito. Hay que motivar comportamientos deseables y disuadir de aquello que provoque daño social.

El alcalde que impulse el asistencialismo tendrá que ejecutar una labor muy ardua en materia educativa. Si está pensando más en aumentar los comedores escolares que en implementar una campaña que le ponga freno a la altísima tasa de embarazos entre adolescentes solteras de las clases marginadas, es un populista sin remedio que terminará empeorando los problemas sociales que padecemos.

Posted by Saúl Hernández

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