Hay infiltración de activistas de la izquierda en las revueltas y de agitadores profesionales que prenden la mecha y son los primeros en escabullirse.
Cuando la protesta social se convierte en saqueo de locales comerciales, en destrucción de la propiedad ajena, en ataque indiscriminado hacia bienes particulares y del Estado, en coacción e intimidación hacia quienes no desean participar, en cacería de los miembros de la fuerza pública, en atropello contra los medios de comunicación, en batalla campal con pedreas y explosivos, no es protesta social sino vandalismo, terrorismo, extorsión, pillaje, barbarie, violencia desmedida. Todo eso es lo que se ha visto en Colombia, en días recientes, en Cartagena —al iniciarse las conversaciones del TLC con los Estados Unidos— y al norte de Medellín, por la instauración de un peaje en la carretera que conduce a la Costa Atlántica.
A la instalación de la mesa de negocios del Tratado de Libre Comercio con los gringos, llegaron 15 mil manifestantes de todo el país no se sabe financiados por quién, en compañía de senadores comunistas e irresponsables como Piedad Córdoba, Gustavo Petro y Venus Silva, que instigaron la revuelta y al ser repelidos por la Policía inventaron versiones sobre malos tratos de los uniformados. Varios camarógrafos de televisión fueron golpeados por la turba enfurecida y sus equipos destruidos para que no registraran la realidad.
En Copacabana, Barbosa y Girardota, al norte de Medellín, el montaje de la protesta ha sido más sórdido. El ambiente venía caldeado en el país desde hace un mes cuando empezó el paro laboral en la estatal petrolera Ecopetrol, luego con las protestas del día del Trabajo y recientemente con la escalada terrorista que han emprendido los asesinos de las Farc para celebrar sus cuarenta años este 27 de mayo, y que ya ha cobrado cuatro vidas por bomba en Medellín, dos más en San Carlos (Antioquia) y otras siete en Apartadó (Antioquia), además de un centenar de heridos.
La protesta de estos tres municipios es injustificada porque el Gobierno Nacional les dio tantas concesiones que el peaje hasta parece un mal negocio: mil pesos, el más barato de Colombia, el transporte público no lo paga, hay una vía alterna para quienes deseen evitarlo (la vía de Machado) y, como si fuera poco, quienes van a la Costa (o vienen) no tendrán que pagar la suma de este peaje más el de El Trapiche (Girardota), que está muy cerca, sino la diferencia.
Pero eso no es todo. Los pobladores de estos municipios no quieren pagar su aporte para la obra por concepto de valorización. Ese rubro lo han pagado todos los habitantes del Área Metropolitana de Medellín —a la que ellos pertenecen— por una u otra obra en las últimas décadas. De igual manera la han pagado campesinos pobrísimos de todo el Departamento de Antioquia porque es la única manera de hacerles las obras que piden para el desarrollo de sus regiones, colaborando de acuerdo con las posibilidades de cada cual y el impacto del beneficio recibido.
Si bien en esos municipios existe el temor de que la promesa de un peaje barato y con excepciones sociales sea abolida en cualquier momento por este Gobierno o el que lo suceda, hay un compromiso de que se mantendrá por ocho años. La gente puede y debe exigir garantías para el caso de que esto no se cumpla, pero de ahí a pretender que una obra para su beneficio, por valor de 150 millones de dólares, deba ejecutarse sin que la comunidad aporte un centavo es una demanda insensata muy propia de la cultura limosnera de los colombianos y de quienes pretenden que el Estado sea un ente benefactor que saca los recursos del sombrero de un mago mientras muchos ciudadanos no hacen esfuerzos de ningún tipo y se convierten en una pesada carga para los demás.
Viene a la memoria la gastada y no menos célebre frase de John F. Kennedy que implora preguntarse qué puede hacer cada cual por su país en vez de estar esperando que papá Estado haga la carretera. Ya es hora de superar esa etapa de subdesarrollo mental en la que se cree que el Estado es omnímodo y todopoderoso y tiene dinero para todo como lo hace ver la Corte Constitucional con sus irreflexivas sentencias que conceden exigencias con cargo al Estado pero sin aclarar de dónde van a salir los recursos. El progreso de las sociedades avanzadas no lo han promovido sus estados sino la actividad privada, el esfuerzo social; el Estado apenas debería ser un regulador.
De todas maneras, vistos los hechos y conociendo las personas honestas que pueblan estas localidades, es apenas obvio creer que quienes han cometido la barbarie que se ha visto no son en su totalidad de allí ni todos los habitantes de Copacabana, Barbosa y Girardota se sienten representados por ellos. No cabe duda de que hay infiltración de activistas de la izquierda en esas revueltas y de agitadores profesionales que prenden la mecha y son los primeros en escabullirse con la complacencia de los dirigentes políticos como sucedió en Cartagena. Los mismos que financiaron el viaje de 15 mil manifestantes a esa ciudad del Caribe son los instigadores de la asonada de tres pueblitos donde jamás había ocurrido una reyerta.
Ahora, que cinco o seis miembros de la fuerza pública golpeen con sus macanas a un sólo manifestante ya reducido, como se ha visto en televisión, es una respuesta irracional y excesiva que no debería suceder y que demuestra que nuestras fuerzas requieren mayor preparación para no errar en sus actuaciones, pero que no se crea que los uniformados deben permitir cualquier exceso de los manifestantes cuando su deber es, precisamente, evitar que la revuelta sobrepase los límites de lo tolerable.