Que la ciudadanía no sienta nunca más la necesidad de apoyar grupos ilegales para defenderse de otros grupos ilegales, que se entienda que la única alternativa es el monopolio de las armas por parte del Estado.
El mayor problema para consolidar el proceso de paz entre el Gobierno de Colombia y los grupos paramilitares es que por primera vez en la historia del país, donde se han realizado varios procesos de este tipo, se quiere transformar en venganza lo que debería ser perdón, y eso quiere consolidarse en el marco jurídico que se está debatiendo en el Congreso; una ley que pretende aplicarse en lo futuro también a las guerrillas, pero que podría frustrar la paz con unos y otros porque su enfoque es de enemigos vencidos y no de fuerzas en diálogo.
Dentro y fuera del país hay más preocupación por castigar a los jefes paramilitares por sus numerosos crímenes que por aclimatar una atmósfera de tranquilidad. Es tal que los opositores a la extradición de colombianos están muy interesados en el envío de los ‘paras’ a EE.UU., por su innegable vinculación con el narcotráfico, y esperan que los demás cumplan largas condenas en el país por sus masacres, por el desplazamiento de campesinos, por el robo de tierras y ganado, por las desapariciones y asesinatos selectivos de los que son imputables y un largo etcétera.
Mientras tanto, la suerte de los combatientes de base de las ‘autodefensas’ poco le importa a los legisladores, a los sesgados ‘defensores’ de los derechos humanos y a los opositores del Gobierno. Todos creen que ese es un asunto de menor importancia que va a solucionarse con programas de asistencia agrícola y alternativas de trabajo similares. Tampoco les interesan los habitantes de las zonas que hoy dominan los paramilitares, atemorizados por la posible irrupción de las guerrillas en esas áreas cuando los ‘paras’ entreguen las armas. En el pasado, los reinsertados de guerrillas como el EPL, la Corriente de Renovación Socialista o las milicias de Mircoar en Medellín, fueron objeto de venganzas de las Farc y el ELN por ‘traición’ a la causa subversiva; ahora que los desmovilizados son los enemigos con mayor razón se verá la arremetida.
Es cierto que hay por qué preocuparse por los niveles de impunidad de este proceso, por el poder de facto —representado en tierras y dinero— que seguramente mantendrán hombres como Vicente Castaño, Salvatore Mancuso, Diego Murillo alias ‘Don Berna’ y Ernesto Báez, entre otros; también por su pretensión, aún poco creíble, de hacer política en los escenarios legítimos de la democracia y de manera transparente; o por la intromisión de narcotraficantes puros en estas organizaciones armadas que terminarían expiados en el proceso. Claro que ninguna de las guerrillas desmovilizadas en Colombia —el M-19, por ejemplo— han sido coros de ángeles y, sin embargo, no puede negarse que la práctica ha demostrado que las desmovilizaciones son más positivas que negativas aunque el postconflicto siempre tenga dificultades.
Es necesario superar los temores y las reservas porque, por fortuna, los acuerdos de este tipo ya no son de punto final como acaba de demostrarse en Argentina con la caída de acuerdos de perdón y olvido. Ni los jefes paramilitares pueden pretender que el proceso es un baño de agua bendita que no sólo los deja ‘cero kilómetros’ sino en gracia de inmunidad, ni pueden creer los contradictores que el Gobierno está entregando una patente de corso o una licencia para matar. El que en el futuro vuelva a delinquir será tratado en consecuencia, el que vuelva a traficar droga podrá ser extraditado, y las tierras deberán poder entrar en procesos de extinción de dominio porque esta ley de paz no es una cédula real.
No cabe duda de que el Estado debe cumplir los compromisos que se pacten dentro de sensatos términos siempre y cuando los ‘paras’ cumplan sus obligaciones. A la larga, nadie ha vencido al Estado y el incumplimiento de los compromisos debe ser castigado con la pérdida de los beneficios. En el fondo, lo que interesa es que la ciudadanía no sienta nunca más la necesidad de apoyar grupos ilegales para defenderse de otros grupos ilegales, que se entienda que la única alternativa es el monopolio de las armas por parte de las Fuerzas Armadas y de Policía, instituciones que actualmente ostentan la más alta imagen entre la opinión pública colombiana. Con su dedicación y esfuerzo este proceso, con todas sus fallas, será más positivo que el mantener 15 mil hombres en armas avivando la devoradora llama del narcotráfico que al mismo tiempo los sustenta y bañando en sangre sus territorios conquistados en pos de mezquinos intereses.
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