Lo que se ha puesto en tela de juicio en las discusiones sobre el TLC es el tremendo atraso de nuestra infraestructura y la escasa competitividad de nuestra economía.
El presidente de la Federación Colombiana de Molineros de trigo (Fedemol), Diego Miguel Sierra, ha dado la mejor definición que sobre el Tratado de Libre Comercio con EE.UU. se ha escuchado hasta ahora: «es solo una disculpa que sirve para arreglar lo que realmente necesita el país: mejorar su infraestructura para poder exportar más y crecer». Y es que lo que se ha puesto en tela de juicio en las discusiones sobre el TLC es el tremendo atraso de nuestra infraestructura y la escasa competitividad de nuestra economía en un mundo irremediablemente globalizado. La economía mundial se parece más a una olimpiada y, como estamos, sólo podemos aspirar a una medallita de bronce, si acaso.
El inconveniente mayúsculo —que se ha vuelto más visible ahora— es el de la estructura productiva nacional, concentrada en las principales ciudades del área andina, lejos de los puertos, con un escaso desarrollo de las ciudades fronterizas (Cúcuta, Pasto-Ipiales) a pesar de tener buenos mercados en Venezuela y Ecuador, sin conexión terrestre con Panamá y Centroamérica, con poco desarrollo de las regiones costeras (ni industria ni turismo), etc. Somos víctimas del pensamiento parroquial, de atender sólo mercados locales o nacionales, a lo sumo. De ello se deriva la carencia de infraestructura y los errores históricos en materia de transporte: el abandono del comercio fluvial, la obsolescencia de los ferrocarriles de trocha angosta, nuestros pocos e insignificantes puertos, las estrechas, insuficientes y mal pavimentadas vías por las que se mueve el 95% de la carga del país, lo que constituye una dependencia siniestra.
Según editorial del diario El Tiempo (julio 2 de 2005), llevar una tonelada de Bogota al puerto de Buenaventura cuesta 34 dólares, mientras que de allí a Tokio cuesta 20 dólares. Un reconocido economista ha señalado que llevar un contenedor de carga de Medellín a Barranquilla o Cartagena cuesta 950 dólares, y de allí al golfo de México vale 900. El panorama es más aterrador al confrontar el índice de kilómetros de carreteras pavimentadas por millón de habitantes con el de otros países: Colombia tiene sólo 312, mientras que Bolivia tiene 340, Honduras 457, Chile 994 y Estados Unidos más de 14 mil kilómetros por millón de habitantes.
Muchos expertos aseguran que este grave atraso, incluso frente a países de similar desarrollo, se debe a que aquí se han privilegiado políticas asistencialistas que, a la larga, no son rentables en términos de desarrollo productivo. Hay quienes sostienen, por ejemplo, que entregar subsidios para viviendas de interés social es enterrar dinero que podría servir para apalancar inversiones de largo y mediano plazo que crearían capital en vez de destruirlo, apuntalando el crecimiento y permitiendo al Estado invertir en infraestructura.
Otro ejemplo es el de los dólares que envían a sus familias los colombianos que viven en el exterior (4 mil millones en 2004). En su mayor parte se destinan a gastos recurrentes (alimentación, servicios, arriendo, educación, etc.) pero una buena porción se dilapida en carros, finca raíz y electrodomésticos en vez de invertir en bienes productivos. El bienestar se multiplica si con ello se compra una máquina de coser en lugar de un televisor. Lo propio pasa con la macroeconomía, sobre todo cuando más de la mitad de los recursos que el Estado dirige a los pobres —a través de subsidios y pensiones, entre otros— se está quedando en manos de quienes no los necesitan según denuncias de Planeación Nacional. La inversión social es paliativa pero no crea condiciones para el desarrollo.
Esto puede dar una visión muy acertada que explique por qué el país no crece al ritmo que debería hacerlo si se hacen denodados esfuerzos y las condiciones parecen dadas. No obstante, siguen siendo más las trabas: una cultura de la dependencia que entorpece el empresarismo; una exagerada tramitomanía que vuelve un calvario la creación de empresa, la mencionada carencia de infraestructura y el enconchamiento interandino y centralizado del aparato productivo, mucho pescado regalado y muy poca autogestión para pescar.
La clase política tradicional y la izquierda dogmática y trasnochada, enemigos del TLC, deberían estar proponiendo cómo estimular el desarrollo de las zonas costeras y fronterizas, cómo optimizar la infraestructura del transporte multimodal, cómo impulsar la creación de empresas y puestos de trabajo o, por lo menos, cómo evitar el grave impacto que las importaciones de China están provocando en la industria nacional, en vez de seguir enfrascados en asuntos de mecánica electoral, nombramientos, precandidaturas y zancadillas tramposas. Así no vamos a ninguna parte. El problema no es el TLC sino la falta de visión pasada y presente que nos ha privado del progreso por no tener una estrategia.
Publicado en el periódico El Mundo de Medellín, el 18 de julio de 2005 (www.elmundo.com).