Siempre nos ha dicho la Izquierda que todos nuestros males vienen o vendrán de los Estados Unidos o, por lo menos, del modelo económico que impusieron en el mundo, el capitalismo. No sé qué dirán ahora cuando parece ser que el monstruo a temer es otro: China. Seguramente seguirán culpando a EE.UU. por la imposición de su sistema de mercado pero supongo que, si son serios, admitirán que las prácticas comerciales del gigante que despierta son, sino desleales, por lo menos sí un exabrupto para las economías pobres.
Los gobernantes chinos se ufanan de tener un país con dos sistemas: uno completamente capitalista, con 300 millones de habitantes que disfrutan de grandes libertades y notorios ingresos económicos, concentrados en ciudades como Hong Kong, Shanghai o Beijing, y los restantes 900 millones aún en el comunismo, trabajando apenas por la comida en el campo o en grandes empresas muchas de ellas de conocidas multinacionales. Allá las condiciones de trabajo violan todas las disposiciones en materia de derechos laborales: largas jornadas sin descanso óptimo y oportuno, hacinamiento de los trabajadores en barracas cerca del lugar de trabajo — a menudo en las instalaciones de la factoría—, dispersión familiar, trabajo infantil y escasa remuneración incluso en especie: una escudilla de lentejas para ellos y sus familias. ¿El resultado? Invasión mundial de productos chinos a precio de huevo.
En los cuatro puntos cardinales se están viviendo los estragos que producen las prácticas comerciales de los chinos. En Estados Unidos, muchas empresas han cerrado sus plantas para trasladarse a la China y aprovechar su mano de obra barata y tecnificada y, al mismo tiempo, se han visto inundados por sus productos al extremo de tener que imponer cuotas en materia de textiles y confecciones. Muchos creen que el gobierno Bush podría hacer más por la industria local pero los chinos han subsanado el déficit del gobierno norteamericano invirtiendo en sus bonos, de manera que los gringos se aguantan mientras China arruina a sus empresas. En Europa la situación es similar. La Comunidad Europea le ha cerrado la puerta a las importaciones chinas por exceder las cuotas y los comerciantes locales están molestos porque tendrán las vitrinas escasamente surtidas para el invierno que se avecina.
¿Qué tiene que ver esto con Colombia? Todo. Colombia acaba de imponer un sobre arancel a los textiles chinos para impedir que devasten una industria que es vital para el país pero los chinos pusieron el grito en el cielo y amenazaron hasta con el deterioro de las relaciones entre los dos países. Lo peor del caso es que las salvaguardas también serán necesarias para proteger el sector del cuero y las confecciones por la abundancia de productos chinos y sus precios exageradamente bajos. Lo gracioso del asunto es que las medidas restrictivas están prohibidas por la Organización Mundial de Comercio y así como la Unión Europea tendrá que retirar los nuevos aranceles que quiere imponer a nuestro banano, todos tendrán que retirar las restricciones a los productos chinos. Entonces, ¿cuál es la solución?
Los más realistas admiten sin reserva que los productos baratos favorecen al consumidor y que éste —sea colombiano, turco o africano—, no tiene lealtad, si así puede llamarse, hacia la producción nacional. En esto no hay nacionalismo que valga. Si unas sandalias nacionales valen 40 mil y las chinas 10 mil, un ama de casa no se va a preocupar por la bancarrota de un microempresario y el desempleo de cuatro o cinco zapateros sino por los 30 mil de diferencia a su favor. Muchos opinan que las medidas proteccionistas son, a la larga, peores que los despidos masivos y las quiebras generalizadas. El marido de nuestra ama de casa quedará en el pavimento por efecto dominó si no se toman medidas preventivas y a la larga no tendrá con qué comprar ni sandalias ni nada.
Por eso insisten los expertos en la competitividad, en desarrollar aquellas áreas en las que se es realmente competitivos y desechar las otras porque no hay caso perder tiempo en ellas. Claro que los chinos no parecen haber dejado libre ningún área y de haberla la van a copar primero que nosotros; Colombia es lenta para tomar decisiones y transformarse mientras que el resto del mundo camina a toda marcha. Hace unos meses, en una conferencia en Bogotá, un delegado del gobierno chino dijo que el éxito de ese país se debía a que no son una democracia. Eso lo sabíamos, allá se hace lo que diga el gobierno y los que no quieran no tienen opción de nada más. Aquí, en cambio, cada cual defiende lo que le conviene mientras la producción china nos ahoga como un cáncer silencioso con el agravante de la constante revaluación del peso. Estamos advertidos.
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