Es francamente reprochable que ahora un juez venga a eximir de toda responsabilidad a los comandantes del ELN por los hechos de Machuca.
El 18 de octubre de 1998, la Compañía Cimarrones del frente José Antonio Galán del Ejército de Liberación Nacional —ELN—, perpetró un ataque dinamitero en contra del Oleoducto Central en la vereda Machuca del corregimiento de Fraguas, perteneciente al Municipio de Segovia en el Departamento de Antioquia. No fue un caso eventual sino un episodio más de una política sistemática de ataques a la infraestructura petrolera del país, en protesta por el beneficio que obtenían las multinacionales petroleras por la exploración y explotación de yacimientos de crudo en Colombia.
Desde finales de los ochentas, el ELN cometía más de cien atentados anuales en contra de los tubos de conducción de petróleo, sobre todo del oleoducto Caño Limón-Coveñas, que cruza el país de oriente a occidente, desde el Departamento de Arauca. Las consecuencias de los atentados eran más de orden económico y ecológico: Colombia dejaba de percibir ingresos por regalías del petróleo derramado y del que se dejaba de conducir mientras se reparaba el caño. También se exponía a sanciones económicas por incumplimiento de contratos y retrasos en la entrega de los pedidos. Pero, más grave aún, fue la contaminación de las aguas en muchos sectores de Colombia y Venezuela, varias de cuyas cuencas hidrográficas se vieron afectadas así como diversos ecosistemas con gran mortandad de seres vivos. Eran tiempos todavía de guerrillas románticas que creían obtener grandes logros para el país por medio de acciones radicales como esa que su colega Jacobo Arenas, líder legendario de las Farc, consideraba una tremenda tontería: «pelear contra un tubo».
De cierta forma había algo válido en el razonamiento de los ‘elenos’, y era el hecho de que los pobres no obtenían ningún beneficio de la explotación petrolífera no necesariamente por el hecho de que los contratos de asociación fueran lesivos para la Nación sino porque —aún hoy— los dineros de las regalías por petróleo, gas y carbón, que están destinados por Ley a acueductos y saneamiento básico, se esfuman como por arte de ‘magia’ y terminan en los bolsillos de unos pocos mientras que por las llaves sólo gotea lodo.
El hecho es que Machuca obligó a replantear, por parte del ELN, su guerra contra el tubo pues lo que no lograron hacer miles de barriles de petróleo derramados en ríos, bosques y lagunas, lo lograron los más de 80 muertos (incluidos 30 niños) y 40 heridos; un inmenso descrédito nacional e internacional que, ante la contundencia de las pruebas que los señalaban como autores de los hechos, Nicolás Rodríguez Bautista, alias Gabino, Comandante General de la agrupación subversiva, se vio obligado a aceptar la responsabilidad de los hechos y a pedir perdón, aunque de paso culpó al Ejército de haber incendiado el derrame lo que fue desmentido con las pruebas.
Por eso, a sabiendas de que la ‘guerra contra el tubo’ fue una política de primer orden para los ‘elenos’ desde tiempos del Cura Pérez, que tal decisión fue tomada por el Comando Central en una de sus famosas convenciones, y que en mayo de 2004 un juez los condenó a 40 años por estos hechos, es francamente reprochable que ahora el presidente del Tribunal Superior de Antioquia, José Luciano Sanín, venga a eximir de toda responsabilidad a los comandantes guerrilleros mientras que a los altos mandos del Ejército y la Policía se les sindica alegremente por los excesos y las inacciones de sus subalternos.
No puede ser que muchos de nuestros jueces sentencien desde la ideología y no desde el Derecho como lo vienen haciendo en contra de nuestro Estado algunos tribunales de dudosa reputación como la Corte Interamericana de Derechos Humanos que con aberrantes fallos jurídicos viene condenando al Estado colombiano —que somos todos— a pagar indemnizaciones a familiares de personas asesinadas por paramilitares con el argumento falaz de la omisión o imprevisión del Estado para evitarlos.
No en vano se oyen interpretaciones en el sentido de que la salvaguardia de siete años que pidió Colombia para que entre en vigor la vigencia de la Corte Penal Internacional no tiene tanta importancia para blindar posibles procesos de paz como para verificar si éste va a ser un tribunal ponderado y cuerdo o un fuero de avanzada de la izquierda para castigar Pinochets, Videlas o Fujimoris. De ser así, nada raro sería que levanten acusaciones contra el actual Jefe de Estado o la cúpula militar por dar de baja a alias Rasputin, del ELN, o extraditar a Trinidad, mientras se declara inocente a alias Grannobles, de las Farc, por el asesinato de 17 campesinos en Arauca, la víspera de Año Nuevo.
A jueces como estos no les queda bien la toga y el birrete que empezaron a usar en el nuevo sistema de Justicia que ya demuestra sus bondades, les queda mejor el camuflado y la capucha, no tanto para que no los reconozcan sino para que no se note su vergüenza pues a este, como una publicidad que se recuerda, sólo le faltó decir que el tubo tuvo la culpa.
Publicado en el periódico El Mundo de Medellín, el 17 de enero de 2005 (www.elmundo.com).
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