La persecución de los polvoreros es un descomedido disparate
Puede parecer extraño, en este caso, que un articulista vaya contra la corriente y en vez de sumarse a las voces de rechazo contra el uso indiscriminado de pólvora en Navidad, trate de defender a los polvoreros. Verán. Mientras existe un cuasi consenso entre intelectuales, y aún entre políticos, con respecto a la legalización de las drogas como la mejor solución para el problema del narcotráfico, aquí, en cada diciembre, se desata una cacería de brujas en contra de los que fabrican y venden voladores, chispitas y papeletas, igual que si fueran raspachines de coca o jibaritos de esquina.
Decir esto no equivale a sugerir que la pólvora no es peligrosa, ni a negar las evidentes cicatrices que deja en la piel de los quemados o los muñones donde habían manos y las cuencas vacías donde habían ojos, pero hay que ver que la mayoría de niños quemados que ingresan al Hospital Infantil San Vicente de Paúl en Medellín —y será una tendencia para todo el país— durante cualquier mes del año y en diciembre mismo, es a consecuencia del derrame de líquidos calientes y no de la censurada pólvora.
Tradiciones navideñas como el sancocho comunitario, la preparación de la natilla y los buñuelos en media calle y la marranada son, estadísticamente hablando, más peligrosas que una bolsa de totes en el bolsillo del pantalón. Sin embargo, a nadie se le ocurriría prohibir las marranadas —aunque sí el cruel sacrificio del cerdo— o el sancocho callejero en cuya olla cae el niño que persigue, tras un balón traído por el Niño Dios, el sueño de ser Maradona, ya imposible de alcanzar después de quedar con la piel tostada de por vida.
Tampoco estoy diciendo que la pólvora es una maravilla, que la de tipo detonante no es una molestia, que no altera la tranquilidad de muchas personas y afecta los nervios hasta de animales domésticos o que no es una candileja sin mayor gracia con excepción de los juegos pirotécnicos de alta estirpe que contratan las alcaldías o los grandes almacenes, pero pienso que es parte de nuestra innegable hipocresía enfocar los esfuerzos de las autoridades en combatir una tradición, en el fondo inocente, mientras se pasan por alto verdaderos problemas que requieren control policial.
Hay factores verdaderamente asesinos que no tienen mayor control bien por considerarse que son males necesarios o porque siendo negocios muy rentables —de particulares o del Estado— tienen mucho quien abogue por ellos. Los carros son un mal necesario pero si tantas normas no se contravinieran muchos de los seis mil muertos anuales que los accidentes de tránsito generan en Colombia estarían vivos.
Otros de esos factores mortales son el alcohol y el cigarrillo, el primero de los cuales es el mayor causante de muertes por riña y accidentes de tránsito. El otro es una sustancia adictiva reconocida que además produce cáncer y otras enfermedades que conducen a la muerte. Si la Policía no persigue a sus productores es porque se ha aceptado que cada cual se puede matar como quiera y está claro que la prohibición no hace más que exacerbar la rebeldía de los ciudadanos. Pero, además, porque los licores y el tabaco le generan a particulares y al Estado unas rentas inmensas a las que nadie va a renunciar por la salud del prójimo. El negocio de la pólvora, en cambio, es de pequeños y medianos artesanos que la producen y pobres muertos de hambre que hacen de diciembre su agosto vendiéndola, todos exponiendo sus vidas y sus patrimonios para sobrevivir con lo que saben hacer.
Es cierto que se debe prohibir que los niños usen pólvora y más que se les venda, pero los adultos pueden hacer de su capa un sayo, como está visto. La hipócrita prohibición de la pólvora para que las autoridades den cuenta de su operatividad contra tan ‘temibles malhechores’ genera una peligrosa informalidad en la producción y el transporte de la pirotecnia. Explotan casuchas en barrios marginados donde hacen voladores y volcanes, vuelan por los aires las carnes de los correos humanos que llevan la prohibición de barrio en barrio y artesanos como don José Gabriel Bedoya, en Caldas (Antioquia), se hacen matar a balazos de agentes de policía que allanan sus casas como si buscaran a los capos de un cartel de las drogas.
Publicado en el periódico El Mundo de Medellín, el 13 de enero de 2006 (www.elmundo.com).
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