Los ‘ex’ critican hoy lo que ellos mismos no solucionaron por mera incapacidad o por simple y llana mala fe.
La dialéctica de señalar al presidente Uribe como aliado de los paramilitares o viceversa, con base en argumentos tan livianos como el que su obsesión por vencer a la guerrilla lo ubica automáticamente en el otro bando, o que en su periodo en la gobernación de Antioquia impulsó las Convivir y otros asuntos por el mismo sentido, es tan ambigua y perversa que, aplicada a los ex presidentes que tanto critican, daría por resultado verdaderas joyas de la especulación y la maledicencia, no del todo sin fundamento.
Retrocedamos. Cuando Andrés Pastrana afirma con vehemencia que los paramilitares decidirán la suerte de las próximas elecciones a favor de Uribe, reconoce de paso que la guerrilla fue decisiva en su elección por la promesa —después cumplida— de entregarles el país en bandeja de plata. Luego, bajo el raciocinio perverso que se alienta hoy en día, es imputable Pastrana de ser auxiliador de las guerrillas. Pastrana y su comisionado iban al Caguán, se abrazaban con Tirofijo y demás alimañas y bebían whisky con ellos. Pero eso es lo de menos: ilusionado con un Nobel de paz, Pastrana cedió a los delirios de la guerrilla narcoterrorista hasta extremos aún no del todo ponderados.
De Ernesto Samper no hay mucho por decir, todo está dicho. Su campaña fue financiada por el Cartel de Cali, como todo el mundo lo sabe. Horacio Serpa, su Sancho Panza —con el perdón de don Miguel de Cervantes—, se recorrió el país en avioneta repartiendo dinero en cajas envueltas con papel regalo, para comprar votos. Después, Samper y Sancho se dedicaron a repartir dineros del Estado para no caerse, compraron el Congreso enterito, no sólo a Yidis y Teodolindo, crecieron las nóminas de todas las entidades del Estado a reventar y le subieron el sueldo a magistrados, jueces, profesores y toda clase de burócratas para ganar apoyo y silencio. A otros los silenciaron a bala como al chofer de Serpa —sabía demasiado— y a Álvaro Gómez Hurtado, opositor incómodo para el presidente ‘traqueto’.
De César Gaviria dicen los mismos galanistas que no entienden como llegó a sustituir a Galán si nunca fue galanista. El escritor Rafael Moreno Durán dijo que era una fatalidad candidatizar en un cementerio (en las exequias de Galán), a alguien que tenía nombre de funeraria (Gaviria). Y lo fue. Muchos ven como un logro que Gaviria haya desmovilizado al M-19 el 9 de marzo de 1990. Hoy, esa acción, bajo la lógica perversa que venimos indicando, lo señala como auspiciador de la guerrilla y de la impunidad de un proceso que careció de lo que hoy llaman verdad, justicia y reparación. Gaviria permitió los desafueros de Escobar en La Catedral, lo que bastaría para calificarlo de narcopresidente y cómplice del terrorismo. Más tarde, su gobierno se alió con los Pepes para combatir a Escobar como bien lo señalan el fiscal de la época, Carlos Gustavo Arrieta, y el oficial que dio de baja al capo, Hugo Aguilar, actual gobernador de Santander. El ex agente especial de la DEA en Colombia, Joe Todt, dice en el documental ‘Killing Pablo’ —basado en el libro del periodista Mark Bowden y transmitido en canales internacionales como History y A&E Mundo— que el informante del Bloque de Búsqueda era un hombre conocido en el bajo mundo como ‘Don Berna’. También los señalamientos del ex embajador Myles Frechette son contundentes. Pero hay más. En el gobierno Samper, cuando el Jega secuestró al hermano de Gaviria, el ex presidente violó todos los fueros del Estado para liberar a su hermano con la ayuda del Cartel de Cali. Los narcotraficantes ubicaron a la familia de Bochica y a éste le informaron en la cárcel que si Gaviria moría los mataban a todos. Hubo entonces el intercambio y los parientes de Bochica fueron enviados a Cuba mientras el director de la Policía, Rosso José Serrano, ponía su vida en peligro por el hermano del ex presidente, en el avión que los llevaba de Pereira a Bogotá con bandidos apuntándoles a las cabezas. Gaviria tiene un largo prontuario porque carece de principios.
Pero el más manchado de todos es Alfonso López Michelsen, a quien sus largos 90 años no le han alcanzado para explicar sus delitos, los que llevaron al gran hombre que fue su padre a renunciar a la presidencia en 1945. López Michelsen, por entonces, era llamado ‘El hijo del Ejecutivo’ y fue sórdido el episodio en el que se aprovechó de su privilegiada posición para desafueros como el oscuro episodio de la Handel. O qué tal el crimen de Mamatoco; el caso de la hacienda La Libertad, que compró con dineros del Estado y hasta la cual llevó una carretera para valorizarla; el tema de la ventanilla siniestra que abrió en el Banco de la República para recibir y lavar los dólares de la bonanza marimbera (marihuana); o su reunión con el Cartel de Medellín en Panamá con el fin de intermediar ante el gobierno de Belisario Betancur para que a cambio de pagar la deuda externa se les excusara sus culpas. Este es el hombre que «pone a pensar al país».
Decir que Uribe es un paramilitar cuando es el único presidente que ha enfrentado un fenómeno del que se viene hablando desde mediados de los ochenta, cuando iniciaron el exterminio de la Unión Patriótica, es un esperpento. Pero peor aún es el envalentonamiento suicida de unos ex presidentes —y de otros políticos— que no tienen de mostrar algo que valga la pena sino inmensos rabos de paja que les restan moral para criticar al actual mandatario con la fiereza que lo están haciendo. Abundan las máculas y señales de deshonra en sus expedientes, y el más grave de todos es que hoy critican lo que ellos mismos no solucionaron por mera incapacidad o por simple y llana mala fe.
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