En su libro ‘La historia de las guerras’, el senador Rafael Pardo asegura que en 1989, «el propio M-19 propuso que se diera un tratamiento político para las autodefensas como parte del temario de discusión dentro de los acuerdos de paz» (p. 615). Y eso es, precisamente, lo que el gobierno del presidente Uribe pretende conceder en la actualidad a esos grupos ilegales con el fin de lograr su desmovilización, cosa que, sin embargo, ha provocado gran inconformidad y resistencia en sectores políticos entre los que están los ex miembros del M-19 y hasta uribistas confesos como el mismo Pardo, que se oponen férreamente a la iniciativa.
Entregar a los paramilitares el tratamiento o reconocimiento político que siempre han buscado requiere aceptar una tesis que para algunos es indigerible pero que en realidad no es para nada absurda: se trata de que si bien estos grupos no intentan derrocar, combatir o remplazar al Estado, sí se dan a la tarea de suplantarlo, entorpeciendo de paso la acción del mismo. Además, esta asimilación a delitos políticos deja de parecer forzosa al revisarse el origen de las autodefensas como resultado de la ausencia del Estado para controlar los desmanes de la insurrección (delito político). Luego, es una esencia por partida doble.
Pero el mayor problema para aceptar esta salida surge del ánimo legalista en exceso de nuestras instituciones pues al asimilar el delito de paramilitarismo al de sedición, el delito de narcotráfico se cuela como un delito conexo de manera que algunos interpretan que ningún paramilitar podría ser extraditado porque la Constitución la prohíbe para delincuentes políticos. Se sabe que entre los paramilitares hay contrainsurgentes ‘puros’ y meros narcotraficantes que adquirieron una franquicia para asumir un rol que les signifique una sanción más blanda aquí y eludir el castigo de los gringos. A raíz de eso, algún sector de la clase política pide severidad en la ley y se dan golpes de pecho dizque porque el narcotráfico se va a legalizar en aras de la paz. Es pura hipocresía.
La semana anterior un Fiscal de La Florida dijo que la mafia sobornó al Congreso en 1997 para que éste limitara la extradición a delitos cometidos después de la promulgación de la norma (diciembre 1 de 1997). Según el abogado de la mafia, Gustavo Salazar Pineda, la propina fue de 15 millones de dólares. No es novedad saber que el presidente Samper financió su campaña con dineros de la mafia y que el Congreso inhibió la acusación que había en su contra como tampoco es un secreto el hecho de que la Asamblea Constituyente de 1991 prohibió la extradición en el texto de la Carta Política que aún estaba en redacción y horas después Pablo Escobar se sometió a la justicia. El estilo de Escobar era plata o plomo, no todos los constituyentes la prohibieron por convicción o por miedo. Esa misma clase política que se ha vendido muchas veces, ahora se autoproclama defensora de la extradición como si el presidente Uribe no hubiera extraditado a nadie, apenas a 260 delincuentes.
De hecho, hay que recordar que en el proceso de sometimiento a la justicia de narcotraficantes, en el gobierno de César Gaviria, se les prometió la no extradición a quienes no volvieran a delinquir pero la promesa no era taxativa: Fabio Ochoa Vásquez volvió a delinquir y fue extraditado. Lo mismo debe ser para los paramilitares: si trafican después de su desmovilización pues pierden todo beneficio. Ahí no hay lugar a interpretaciones acomodadas.
Más bien habría que preguntarse con Eduardo Pizarro Leongómez (El Tiempo, marzo 14 de 2005) si tras este «aparente error de apreciación lo que se esconda en realidad sea un perverso cálculo estratégico». Si quienes piden hoy severidad con los ‘paras’ van mañana a pedir benevolencia cuando llegue el momento de las negociaciones con la guerrilla. La ley de verdad, justicia y reparación, de reconciliación o como se llame, debe ser la misma para unos y para otros. Y, dice Pizarro, «debe ser un proyecto que encuentre un equilibrio entre las necesidades de la paz y las exigencias de la justicia, entre las necesidades de la reconciliación y las exigencias de las víctimas».
Además remata Pardo en su libro (p. 626), que los paramilitares «son grupos de motivación política (…) y por ello su delito debe estar enmarcado en los parámetros de delito político, entonces el paso de las armas a la paz debe tener un tratamiento generoso de parte de la sociedad para quienes dejen las armas, pues de lo que se trata es de dejar la lucha armada, así no haya sido en contra del Estado, por la lucha política».
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