Una reforma que afecte el consumo e incremente la evasión sería indeseable.
Hace tres años, el presidente Uribe quiso ponerle un IVA de 2 por ciento a la canasta familiar, pero no lo dejaron. La Corte Constitucional (sentencia C-776) se pronunció en contra por considerar que ello atentaba contra el mínimo vital de las clases pobres. La propuesta actual ya no establece un IVA del 2 sino del 10 y, para ponerse a tono con la sentencia de la Corte, el Gobierno plantea la devolución del IVA a las familias de niveles 1 y 2 del Sisbén, a través de los bancos y los corresponsales bancarios a punto de crearse por ley.
Supongamos que la Corte aprueba ese planteamiento con todos sus bemoles, los reales y los imaginarios, considerando que de esta manera no se afecta el mínimo vital. ¿Cómo evitar que el perjuicio verdaderamente grave esté en la clase media y, peor aún, en el consumo?
Un estudio de la firma investigadora Raddar (EL TIEMPO, 5 de junio de 2006) concluye que aplicar un IVA de 2 por ciento a la canasta familiar reduciría el consumo en los hogares en 1,42 por ciento. Si el asunto es proporcional, al poner un IVA de 10 por ciento, el consumo caería en 7,1 por ciento, con consecuencias en el crecimiento, en el empleo y en el recaudo. Lo mismo opina Kart Lippert, presidente de Bavaria, quien considera que la disminución del impuesto de renta no compensaría la caída de las ventas de cerveza al subirle el IVA del 11 al 16 por ciento.
Según el Gobierno, la evasión del IVA es del 22 por ciento, y bien saben los economistas que numerosos estudios y teorías (como la ‘curva de Laffer’) demuestran que, a partir de cierto punto, mayores impuestos producen más evasión. Si de un lado cae el consumo y del otro aumenta la evasión, el país estaría en el peor de los mundos, sin poder capotear el déficit fiscal de más de cuatro puntos y ante una posible recesión.
Una reforma que afecte el consumo e incremente la evasión sería indeseable, aunque cumpla con su intención de aumentar la inversión al disminuir el impuesto de renta. Sería bastante arriesgado esperar que la mayor inversión subsane los otros males.
Ahora, a nadie le molesta que a las clases bajas les hagan la ‘devolución’ del IVA, pero donde los pobres mercan no hay ni habrá cobro de este impuesto. Quisiera ver al Estado cobrándolo en una legumbrería cuando en comercios de estrato seis le preguntan a uno si necesita la factura. Luego, a la Corte no le debería preocupar el mínimo vital de los pobres, sino el de la pobre clase media.
Creen algunos que esto se soluciona con la loable idea de ponerles tasa cero a los diez alimentos básicos de los colombianos, aunque eso tampoco sea muy equitativo: eliminar el IVA tanto a quien lleva dos libras de carne de regular calidad como a quien compra diez del más caro pernil ahumado es una evidente injusticia, que entraña todo impuesto indirecto. El problema es que, en aras de simplificar el recaudo, se cae en la torpeza de darle un trato igual a cosas tan distintas como mercar en las grandes superficies o en plazas de mercado y tiendas de barrio.
Si el mayor propósito de esta reforma es incrementar la competitividad de la economía nacional, no es congruente que de tajo se elimine el beneficio de impuesto del 15 por ciento contenido en la Ley 1004 del 2005 (Zonas Francas), que ni siquiera ha entrado en vigencia. Claro que eso tampoco es lo óptimo para un país donde más del 90 por ciento de las empresas son micros, pequeñas y medianas, aunque muchos juzguen que bajar la renta es una gabela para los Sarmiento Angulo, Ardila Lülle y la SAB Miller.
Preocupa que la discusión se centre en si la reforma es regresiva, cuando debería centrarse en si afecta o no el consumo y si sirve para generar crecimiento y empleo, más recaudo y menos informalidad. Este es un tema que se presta para la demagogia de muchos y, en ese tire y afloje, lo que va a quedar puede que no sea lo que el país necesita, sino todo lo contrario.
El Tiempo, 5 de septiembre de 2006