Nadie tenía por qué dejarse extorsionar, secuestrar, robar o matar.

Nada mejor le podría suceder al país que el que se pudran en la cárcel los parapolíticos, o sea aquellos que se valieron de las circunstancias para incrementar su poder asesinando, desplazando, traficando y apoderándose de tierras ajenas y dineros públicos. Pero hay sectores muy parcializados de la opinión que también están esperando la caída de cuanto dirigente, ganadero o industrial haya dado -voluntariamente o bajo amenaza- un centavo a los grupos de autodefensa que suplantaron las responsabilidades del Estado en extensas áreas que por décadas fueron abandonadas a su suerte.

¡Vaya ironía! ¿No es acaso una actitud llena de hipocresía condenar moralmente a quienes defendieron sus vidas en la orfandad de un Estado ausente? ¿Será que no les cabe ninguna responsabilidad a los laxos gobernantes de esas épocas aciagas, cuando las guerrillas delinquían a sus anchas en medio país mientras pintábamos palomitas de la paz y cacareábamos en Caracas, Tlaxcala o el Caguán? ¿No les están tirando los pájaros a los escopetas ahora que nos vienen a dar lecciones de moral los Petro y los Gaviria Trujillo, tan culpables los unos por acción y los otros por omisión?

La razón primordial de la fundación de un Estado es la salvaguardia de la vida, honra y bienes de los asociados, y a donde el Estado no llega para cumplir con esta primera obligación, se vuelve al estado de naturaleza y se imponen por la fuerza unas facciones sobre otras. Ello supondría el rompimiento del contrato porque, si una de las partes no cumple lo fundamental, no debería estar la otra obligada a cumplir lo suyo, la observancia de la ley, pero la rebeldía o insurrección se castiga.

Sin embargo, he aquí una grave contradicción: las guerrillas suelen ser indultadas, en gracia de discusión, por cuanto no son vencidas militarmente y el bien supremo de la paz acredita una reinserción violatoria de cualquier sentido de justicia. En cambio, quien ante la ‘ruptura’ del contrato social se haya visto obligado a quebrantar la ley en esas lejanías donde el Estado cedió vilmente la soberanía, es castigado con todo el peso de aquella e, inclusive, es vilipendiado moralmente hasta por quienes carecen de integridad. Como quien dice, a esas personas que fueron abandonadas por el Estado y entregadas en bandeja de plata a la subversión, solo les quedaban dos alternativas: dejarse esclavizar o dejarse matar como perros, desconociendo el derecho y la obligación de proteger la vida propia y la de los allegados.

Aquí, como si fuera poco, la culpa del Estado ha sido doble: una, por no defender a sus asociados, y otra, por no evitar que las desigualdades dieran pie a la sublevación de muchos de ellos. Porque es obvio que nadie está obligado a dejarse matar, pero tampoco a dejarse matar de hambre o de miseria y aquí los únicos que se han opuesto férreamente a transformaciones sociales profundas han sido los políticos corruptos y las ‘fuerzas oscuras’ que ellos representan. Pero, volviendo a lo mismo, nadie tenía por qué dejarse extorsionar, secuestrar, robar o matar.

Así como hay tribunales internacionales que profieren sentencias por los crímenes de los ‘paras’, que ordenan al Estado colombiano cuantiosas indemnizaciones a las víctimas, deberían también reivindicar a las víctimas de las guerrillas para condenar al mismo Estado y a tantos funcionarios que violaron sus juramentos e incumplieron sus funciones. Aquí los únicos culpables hay que buscarlos entre la clase política, y la discusión no debe circunscribirse a un pulso entre derecha e izquierda; ese es un enfoque equivocado. Lo que debería quedar claro es que nuestra clase política sigue siendo esencialmente corrupta; que por desfalcar nuestros recursos hace lo que sea, hasta matar, como lo ha hecho desde siempre. Y, mientras más nos movemos, más nos enredamos en la madeja de leyes y normas que ellos mismos han inventado, en el régimen en el que naufraga este barco.

El Tiempo, 28 de noviembre de 2006

Posted by Saúl Hernández

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