Estaba revisando unas notas sobre la reforma tributaria, que estará en la picota pública todo el resto de este año, cuando el computador me sugirió que reiniciara el equipo para hacer efectiva una actualización de Windows, descargada automáticamente de Internet. Cuál no sería mi sorpresa cuando al arrancar el sistema apareció el siguiente mensaje: «Su Windows no es original». Claro, recordé que mi PC es un clon que cuesta la décima parte del valor de cada portátil de los que se iban a adquirir para la Cámara de Representantes, o sea de esos que venden con programas piratas preinstalados para facilitar su adquisición por parte de la clase media.
Créanme que me dije: «Microsoft y su propietario, el ahora filántropo don Bill Gates, se merecen su platica», y acepté la insinuación de solucionar el problema dando clic en un botón. A continuación me enteré de que el combate de la piratería informática me iba a costar más que la reforma tributaria: me pedían pagar en línea 435 mil pesitos para darme una clave que certifique mi posesión legal de Windows; más de un salario mínimo mensual.
Hoy, en plena era del computador e Internet, y cuando se habla tanto de conectividad, el nivel de precios para acceder a este nuevo mundo no solo implica ampliar la brecha entre ricos y pobres, sino cerrar la puerta y botar la llave: aparte del costoso aparatejo (el hardware), toca pagar el software, que es aún más caro. Un computador no sirve para nada sin un sistema operativo -Windows, en este caso-, un buen antivirus que prevenga el contagio de virus y programas ‘maliciosos’, y una suite de utilidades de oficina con procesador de palabras, hoja de cálculo, un programa para hacer presentaciones, etc. Esos tres programitas cuestan más de un millón de pesos y es solo lo básico.
Un trabajador colombiano tarda 32 días para ajustar el costo mencionado de Windows. Un trabajador gringo solo tres, en jornadas de doce horas, habituales allá. Así que mientras don Bill se las da de caritativo haciendo donaciones astronómicas a entidades ricas para investigación del cáncer y el sida -que después nos cobrarán con creces, con drogas carísimas-, avasalla a los pobres del Tercer Mundo con tecnologías inalcanzables. Su espíritu sería en verdad caritativo si vendiera sus productos a países pobres a precios asequibles.
Alguien dirá que a quienes a duras penas les es posible conseguir 435 mil pesos para comprar un computador de segunda mano, con cinco o seis años de antigüedad, que lo convierten en una decrépita pieza de museo, les queda como alternativa recurrir a programas de distribución libre, como el sistema operativo Linux. Pero a riesgo de que me crucifiquen sus fanáticos, hay que decir que esos programas son complejos y poco atractivos, y el monopolio de Microsoft ha devenido en una especie de uniformidad que no resulta útil romper precisamente por quienes están más rezagados.
Según cifras de la Agenda de Conectividad, el país tenía en el 2004 menos de 400 mil computadores y la cifra estimada de población con acceso a Internet, en el 2005, apenas superaba el 10 por ciento. Eso porque los costos de un PC, del software y de la conexión a Internet -máxime si es de ‘banda ancha’, aunque en Colombia de ancha solo tenga el nombre- son muy altos en comparación con el ingreso per cápita. Por eso valdría la pena revisar la situación de estos rubros en la reforma tributaria o condenarnos a seguir en la era de la mula.
El aserto de que quien no maneje un computador será el anafalbeto del futuro no puede tomarse a la ligera. Ahora que el PC está cumpliendo 25 años, Internet 15 y la Inteligencia Artificial 50, es imposible resignarnos a que nos cierren la ‘ventana’, como si fuera un caso de vulgar piratería, como ‘quemar’ un disco de Shakira. Los hackers que piratean el software no se enriquecen con ello; en el fondo, es también un asunto de conciencia con los excluidos. ·
El Tiempo, 22 de agosto de 2006
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