Para el filósofo André Comte-Sponville, el egoísmo es lo que mueve al hombre

PARIS.– “No es la generosidad lo que mueve al comerciante a vender sus productos a precios módicos, sino el interés.”

Con ese enunciado, que bien podría ser catalogado de redundancia, el genio escocés de Adam Smith sentó las bases de la economía de mercado hace dos siglos.

Hoy, el filósofo francés André Comte-Sponville retoma esas mismas conclusiones para asestar un golpe mortal a la moda del “comercio ético”.

“No hay que mezclar todo. El capitalismo no es moral o inmoral. Es, simplemente, amoral”, afirmó en una entrevista con LA NACION.

Autor de numerosos tratados de ética y moral y especialista en filosofía oriental, Comte-Sponville es uno de los pocos escritores que consiguió hacer entrar la filosofía en las listas de best-sellers de las principales librerías europeas.

Este reconocido intelectual de 54 años, discípulo y amigo del filósofo Louis Althusser, se declara heredero de los epicúreos y admirador de Spinoza, de Montaigne y de Lévi-Strauss. Formado en la mejor escuela del materialismo histórico, se define como “un ateo apasionado de espiritualidad y fiel a los valores judeocristianos".

-Como buen filósofo, en momentos en que sólo se habla de las virtudes del comercio ético, usted afirma públicamente que la moral no tiene nada que ver con la ley de la oferta y la demanda.

-Hay dos actitudes equivocadas sobre esta cuestión. A la izquierda están los que dicen: "El capitalismo es esencialmente inmoral y no tiende a la justicia". A la derecha, los que dicen: "El capitalismo es perfectamente moral, porque recompensa los esfuerzos realizados o la creatividad". Ambos están equivocados. El capitalismo es amoral, porque no funciona guiado por la virtud, el desinterés o la generosidad. Funciona basado en el interés, en el egoísmo. Y por eso funciona tan bien. Como Marx, creo que el egoísmo es la principal fuerza motriz de todo ser humano. Justamente, la gran debilidad del viejo marxismo es esa inmensa contradicción que llevaba en su seno: Marx no acompañaba su política con una antropología acorde. Por un lado, su antropología dice que todos los hombres actúan siempre por interés. Por el otro, sin embargo, propone una sociedad que, en el fondo, sólo es realizable si los hombres dejan de actuar por interés. Una sociedad utópica. Por eso hubo que aplicar por la fuerza, por la presión, lo que la moral fue incapaz de obtener. Y fue así que pasamos de la bella utopía marxista del siglo XIX a los horrores del totalitarismo que todos conocimos en el siglo XX.

-Para usted es, entonces, inconcebible una sociedad donde la gente pueda trabajar por amor al prójimo o a la humanidad.

-Si uno quiere que la gente trabaje más para mejorar la situación de su vecino, tiene que haber un incentivo particular. Por esa razón, comparada con los países capitalistas, la productividad siempre se derrumbó en los países comunistas. Pero tampoco creo en el discurso ultraliberal que presenta al capitalismo como una recompensa a la libertad y al esfuerzo. El capitalismo no tiene por qué ser moral o inmoral: le basta con ser eficiente. Y si es eficiente es justamente porque toma a los hombres tal como son. Como seres egoístas. ¿Qué le dice el comerciante? "Sea egoísta, venga a comprar mis productos…" No le dice: "Por favor, sea generoso, tengo dificultad para pagar mis deudas y necesito que me dé una mano". En realidad, le dice: "Los mejores productos y los más baratos están en mi negocio". Y funciona. Porque, para vender, los comerciantes tienen que hacer el esfuerzo de tener los mejores productos y los más baratos. ¿Qué le dice el patrón a un asalariado brillante y prometedor? "Sea egoísta, venga a trabajar conmigo. Le conviene." ¿Qué dice el joven trabajador que quiere hacerse emplear? "Sea egoísta, empléeme. Le conviene." La gran ventaja del capitalismo es la de ser antropológicamente legítimo. Su base de funcionamiento es el egoísmo. Y está muy bien, pues el fundamento de la humanidad es el egoísmo. Obviamente, el egoísmo basta para hacer marchar la economía, pero no basta para construir una sociedad. Y menos aún para construir una civilización.

-Es decir que, así como el mercado es eficiente para crear riqueza, jamás bastó para construir una sociedad o una civilización moralmente aceptables…

-Con toda razón, el ex primer ministro socialista francés Lionel Jospin decía: "Sí a la economía de mercado; no a la sociedad de mercado". Sí a la economía de mercado porque la economía sirve para crear riqueza y es la más eficaz para hacerlo, pero no a la sociedad de mercado, porque, por definición, el mercado significa sólo lo que se compra y lo que se vende. Y en una sociedad no todo está en venta.

-¿En quién recae la responsabilidad moral de una sociedad?

-En el individuo. La moral sólo existe en primera persona. ¿Por qué siempre acusar al sistema capitalista? El sistema capitalista no es nadie. ¿Cuánta gente conoce usted que es egoísta -como usted y yo- y echa pestes contra el egoísmo del sistema? El sistema no tiene por qué ser generoso; son ellos los que deberían serlo. Como no lo son, se excusan condenando el sistema.

-Pero el individuo, a título personal, no puede moralizar una sociedad.

-Naturalmente. Entre la dimensión amoral de la economía y la moral de los individuos hay una fuerza colectiva que llamamos Estado, política o derecho, que debe encargarse de moralizar el funcionamiento económico en beneficio de los individuos. Es justamente porque la economía es amoral y porque la moral no es rentable que se necesita una articulación entre las dos, algo que no esté en venta. Creo que mientras más lúcidos seamos sobre la naturaleza de la economía y la moral, sobre la fuerza de la economía y la debilidad de la moral, más exigentes seremos en cuanto al derecho y a la política.

-Para usted, es necesario distinguir cuatro órdenes o niveles distintos en la organización de una sociedad.

-Así es. El primero de ellos es el orden técnico-científico. A él pertenecen la economía y la biología, y se estructura mediante la oposición de lo posible y lo imposible. La cuestión de lo que está permitido o prohibido -por ejemplo, la clonación o la manipulación de células germinales- no le concierne. Ese orden debe ser limitado por algo desde el exterior: el orden jurídico-político, estructurado por la oposición entre lo legal y lo ilegal. Pero en esa etapa las cosas aún no están resueltas, porque no hay ninguna ley que prohíba, por ejemplo, la mentira, el egoísmo, el desprecio, el odio

En otras palabras, la maldad.

-Si queremos escapar individualmente del espectro del malvado legalista, debemos inventar un tercer orden para que todo lo que es técnicamente posible y legalmente autorizado no sea realizado. De modo que ese orden jurídico-político deberá estar limitado por un tercer orden: el de la moral, estructurado por la oposición entre el deber y lo prohibido. Ese tercer orden no debería ser limitado, sino completado, porque un individuo que cumpla siempre con su deber sería un fariseo si respetara sólo la letra de la ley moral.

-¿Qué le faltaría a ese fariseo?

-Tres mil años de civilización judeocristiana responden a lo que le faltaría: el amor. Y así llegamos al cuarto orden, que completa el tercero: el orden ético.

-Para volver a las llamadas empresas de comercio ético…

-Como afirmaba Kant, una acción puede ser conforme a la moral, pero no tener ningún valor moral. Lo propio del valor moral de una acción es la ausencia de interés. El comercio ético sigue siendo comercio.

-¿Cuál es su sociedad ideal?

-Mi sociedad ideal no existe. Sería una sociedad que funcionara a base de amor y de generosidad, y esto -por todo lo que acabamos de decir- es antropológicamente imposible. En todo caso, debería ser una sociedad que respetara las libertades individuales y supiera aprovechar la eficiencia de la economía de mercado, protegiendo, al mismo tiempo, a los más frágiles. Naturalmente, sin contar con el mercado para que generara justicia social. En Francia llamamos a eso una sociedad socialdemócrata. Es necesario confiar al Estado todo aquello que no está en venta en una sociedad: la libertad, la justicia, la dignidad, la salud pública, la cultura y la educación. Hay que entender que el Estado no es eficaz para crear riqueza: el mercado y la empresa lo hacen mejor. Es imprescindible dejar de soñar con una sociedad colectivista cuyas experiencias sucesivas terminaron trágicamente.

-Usted suele afirmar que la gente confunde con frecuencia ciudadanía y moral

-Sí. En el mundo moderno, la gente suele pensar que lo propio de la ciudadanía es respetar al otro. Sin embargo, sea uno ciudadano o no, el otro merece respeto. Etimológicamente, el ciudadano es miembro de una ciudad, es decir, de un Estado democrático. Así es en una democracia directa o indirecta, como las nuestras, donde el pueblo soberano delega sus poderes en sus representantes. Al mismo tiempo, el ciudadano no es totalmente soberano. De lo contrario sería rey. Todo ciudadano tiene, en consecuencia, dos obligaciones: obedecer a la ley, porque no es rey, y participar en la elaboración de esa ley, porque no es súbdito. De aquí surge que la definición de ciudadano es esencialmente política. Pero respetar al prójimo no depende de la política, sino de la moral. Ya se trate de un súbdito o de un ciudadano, se le debe el mismo respeto. Es, pues, un contrasentido ligar el respeto, que es un valor moral, con la ciudadanía, que es un valor político.

-Pero, con frecuencia, respetar al otro está establecido por la ley.

-Aun cuando la ley nos prohibiera respetar al otro, nuestro deber seguiría siendo respetarlo. Si no se es capaz de comprender la diferencia entre derechos humanos y derechos del ciudadano, se corre el riesgo de no comprender lo que es realmente la ciudadanía. Un inmigrante que entró clandestinamente en Francia no tiene los mismos derechos que un ciudadano francés, pero tiene exactamente los mismos derechos humanos. Con frecuencia se habla de ciudadanía en vez de hablar de moral. Esto es grave porque, por ejemplo, ninguna ley nos prohíbe ser egoístas y, sin embargo, moralmente todos sabemos que el egoísmo es un defecto y que la generosidad es un valor. La gente confunde moral con derecho, conciencia con democracia. Si contamos con la generosidad de los ricos para que los pobres puedan comer, no hemos comprendido nada. A la inversa, sería absurdo esperar que las leyes nos obligaran a amarnos los unos a los otros. Esto -para usar una expresión pascaliana- se llama necesidad de hacer una distinción entre desórdenes.

Los politicólogos hablan cada vez con más frecuencia de un "civismo individualista" (un comportamiento ecológicamente responsable, por ejemplo) que estaría reemplazando al viejo "civismo colectivo", cuyos referentes eran el patriotismo y la conciencia de clase.

-Es normal, en la medida en que vivimos en sociedades cada vez más individualistas, donde el respeto a las libertades del individuo se coloca por encima de todo. Pero ¿se puede ser un buen ciudadano individualista? No estoy tan seguro. Bajar el sonido de la televisión después de las 22 horas o cerrar la canilla mientras uno se cepilla los dientes es loable, pero depende más de la moral que de la ciudadanía. El primer deber del ciudadano es obedecer la ley. Sin embargo, ninguna ley obliga a bañarse en vez de ducharse, aun cuando esto sea un desperdicio de agua. Por el contrario, la ley nos obliga a pagar los impuestos y a declarar que tenemos una mucama. En otras palabras, ¡dése un baño de inmersión si tiene ganas, pero deje de hacer fraude con el fisco y de hacer trabajar a alguien en forma ilegal!

-Para usted, la globalización no parece ser responsable de las situaciones de extrema pobreza en el mundo. Sorprendente actitud para un hombre de izquierda.

-No, la globalización no es responsable de la pobreza del Tercer Mundo; más bien es lo contrario. Si los países ricos aceptaran abrir un poco más sus mercados a los productos africanos o sudamericanos, las economías de esas regiones irían infinitamente mejor. Europa y Estados Unidos protegen a precio de oro a sus agricultores y, con frecuencia, a sus industriales, en detrimento de productores más pobres. Más globalización en ese sentido tendría un efecto saludable en países como la Argentina. Deberíamos luchar por esa globalización. Una globalización equitativa, no sólo mercantil, regulada por políticos responsables y no por intereses económicos particulares.

Por Luisa Corradini
Para LA NACION

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