Mauricio García Villegas* (El Tiempo)
Las leyes prohíben tanto a los ricos como a los pobres robar pan, mendigar en las calles y dormir bajo los puentes. Con estas palabras se burlaba Anatole France de la libertad y la igualdad ante la ley que regían en la Francia de principios del siglo XIX.
Me acordé de esta cita al leer la semana pasada una noticia publicada por Citytv y EL TIEMPO sobre la situación dramática en la que viven cientos de indigentes hacinados como ratas urbanas en los tubos de drenaje de aguas lluvias de la ciudad de Bogotá.
La noticia me impresionó por su contenido, desde luego, pero también por la manera como fue presentada. Los periodistas parecían estar más preocupados por las implicaciones delictivas de este fenómeno que por la tragedia humana que allí se vive.
La mirada desdeñosa de los periodistas es solo una muestra de la gran indiferencia con la que nuestra sociedad mira a quienes les va mal, sobre todo mal económicamente. A quienes les va bien, en cambio, se les ve con admiración.
Esta manera de valorar a la gente se funda en la ficción social de la competencia, según la cual todos estamos rivalizando por conseguir dinero en una especie de carrera organizada bajo condiciones de igualdad y libertad. Se piensa que los perdedores pierden a causa de sus errores o de sus vicios, mientras que los triunfadores ganan por sus virtudes. El dinero resulta siendo la medida de todas las cosas. Cuando se tiene dinero, los vicios no valen la pena, todo son méritos. Cuando no se tiene, en cambio, son los méritos los que no importan.
Con esto no digo que los ricos sean viciosos y los pobres no. Tampoco digo lo contrario. El bien y el mal están en todas partes. Solo me refiero al poder normalizador que tiene el dinero en una sociedad concebida bajo los parámetros de la ficción de la competencia.
Una ilustración clara de esta ficción puede verse en el reality ‘Desafío 2006’, que actualmente presenta Caracol TV. Allí participan tres grupos de personas, cada uno de los cuales proviene de una clase social -alta, baja o media-. Los grupos compiten por obtener -en una isla caribeña de ensueño- los privilegios de la clase alta -comida, lujos, bienestar- entre otros premios. Al competir en igualdad de oportunidades, el mundo ficticio del reality les permite pasar de una clase social a otra. Los pobres pueden vivir como ricos y los ricos como pobres.
La historia que transmite este reality está más cerca de los guiones de telenovela que de la realidad (ya no sabemos qué es real y qué es ficción). Los indigentes, así como los 11 millones de colombianos que viven en condiciones de miseria -para no hablar de la mitad de colombianos que están bajo la línea de pobreza-, no tienen ni la libertad ni la igualdad de oportunidades suficientes para ascender en el escalafón de las clases sociales.
Durante las últimas semanas, los defensores de la ficción de la competencia la han emprendido contra el régimen cubano por la falta de libertad que impera en la isla. Yo comparto buena parte de esas críticas. Pero también creo que un buen régimen político es el que logra un adecuado balance entre libertad e igualdad y que nuestro sistema económico libertario y desigual es el espejo invertido del sistema igualitarista y autoritario que existe en Cuba.
Nuestra legislación no prohíbe que los más pobres duerman bajo los puentes o en los desagües de las ciudades, como sucedía en la Francia del XIX, pero a veces hace algo peor: los obliga a vivir de esa manera. A los defensores de la ficción de la competencia eso no solo no les preocupa, sino que lo justifican con la idea de que se lo merecen por ser unos viciosos.
* Profesor de la Universidad Nacional e investigador de DeJuSticia