Una de las más acérrimas críticas que se hacen por estos días en contra del proyecto de Reforma Tributaria que se tramita en el Congreso es acerca de la eliminación de las exenciones tributarias, lo que afectaría a fundaciones de caridad, entidades de investigación científica y a los productores culturales entre otros.
El tema de la cultura es un tema muy manoseado y además muy difícil de definir. Para unos, cultura es todo, incluyendo lo deseable y lo indeseable: si un hombre orina en la calle comete una acción indeseable pero propia de nuestra cultura aunque ello, al mismo tiempo, se considere como un acto inculto.
Ahora bien, las exenciones en este tema no las dan por orinar en la calle sino por lo que está en el otro lado de la balanza: el cine, la literatura, el teatro, la ópera…. Sin embargo, los mecenas de los artistas no son propiamente amantes del arte por el arte sino empresarios culturales que le sacan muy buenas ganancias al asunto. Algunos otros son meros oportunistas que tienen un ejército de asesores que se conocen todas las gabelas que nuestros Padres de la Patria se han inventado para que los ricos paguen menos impuestos, entonces dan su contribución donde más le conviene a sus finanzas.
Aun con todas esas exenciones, la cultura es ajena a las clases menos favorecidas. Los libros son carísimos y por eso la gente no lee. Los pobres no van al teatro ni a la ópera, ni a los museos donde exhiben pinturas y esculturas. A duras penas se está comenzando a ver el cine nacional y eso porque habla de mafiosos y sicarios, de lo contrario, la aceptación sería nula.
Es demagogia decir que esto es cultura para el pueblo y que las exenciones no se deben acabar. Lo mismo opina el profesor inglés John Carey, para quien está mal que se haga arte fino, costoso, aristocrático, con fondos que son o debieran ser públicos. Colombia necesita esos fondos para educación directa de los pobres, para combatir su ignorancia, no para que unos niños ricos jueguen a ‘esto es Hollywood’.