El estudiante se pregunta, sin embargo, si ese será un cálculo absurdo, si es razonable creer que un mendigo pueda obtener 6 mil pesos por hora, si será tanta la generosidad de la gente. Y argumenta que puede ser factible porque muchos ciudadanos dan 200 pesos, otros 500 y no pocos regalan las devaluadas monedas de mil que en muchos comercios no reciben. En gracia de discusión, el investigador asume que el recaudo podría ser de apenas la mitad, casi 600 mil pesos mensuales, lo que equivale —dice— al salario promedio de un practicante de Ingeniería, “que trabaja 48 horas nominales por semana, y aun tiene que ir los domingos a resolver los líos de mantenimiento”.

El estudiante agrega que entrevistó a una indigente que solía cambiar el menudo en una tienda de barrio de Bogotá. Ella le informó que tenía un ingreso que oscilaba entre 35 y 40 mil pesos diarios, o sea de casi un millón de pesos al mes, y le confesó que ‘trabajaba’ menos de ocho horas diarias.

Lamentablemente, estudios más serios muestran resultados muy similares, y es deplorable porque esta solidaridad mal encaminada genera grandes males en nuestra sociedad. El primero de ellos es el abuso infantil pues es sabido que los ciudadanos se conduelen más fácilmente de niños, ancianos y lisiados. Existe alquiler de niños para ir a pedir a los semáforos o para mandarlos a ‘trabajar’ como vendedores de baratijas, que es otra forma de mendicidad. Los niños en situación de calle son desescolarizados y transitan hacia la delincuencia y la prostitución.

La mendicidad está organizada en mafias que son ‘dueñas’ de esquinas y semáforos. No puede alguien pedir donde buenamente se le antoje sin permiso previo y debe pagar una suma por hacerlo. Lo mismo ocurre con las ventas de semáforo (no sólo de alucinógenos) y con los vigilantes de ‘trapo rojo’. Además, hay estudios que dan cuenta de que la finalidad del recaudo es, en buena medida, para asegurar el consumo de drogas sicoactivas pues gran parte de los habitantes de la calle son enfermos de los que se aprovechan los inescrupulosos distribuidores de droga.

Otra realidad bien conocida es el hecho de que la generosidad de los habitantes de las principales ciudades es un gancho que atrae a indígenas y campesinos, empeorando el clima general de convivencia. Muchos ‘desplazados’ no son víctimas del conflicto armado sino de las candilejas de las ciudades, donde es relativamente fácil sobrevivir y medrar al abrigo de la caridad. De otro lado, las organizaciones indígenas han señalado que condenan la mendicidad porque lleva a los nativos al desarraigo y a la pérdida de su cultura. Han sido reiterativos al solicitar que nadie le dé limosna a los indígenas.

El pordioseo abunda porque no hay un compromiso social ni gubernamental para solucionar el problema.  Con  una moneda, las personas se quitan un peso de su conciencia creyendo que contribuyen a la solución cuando, en realidad, empeoran el asunto. Se consolida una cultura de aversión por el trabajo: quien tiene sisbén no acepta puestos formales porque lo pierde y no se consiguen recolectores de café porque el jornal de 30 mil pesos es inferior a lo que se consigue en una esquina y el trabajo en los surcos es pa’ machos.

No entienden los alcaldes los beneficios que arrojaría el prohibir la mendicidad de tajo y atenderla con programas oficiales. No lo entienden tampoco los ciudadanos que pagan voluntariamente este ‘impuesto’. Es perentorio dejar de transmitir la señal de que es mejor la mendicidad que el esfuerzo de estudiar o trabajar con dignidad. No basta con una campaña publicitaria que invite a evitar las limosnas. Es preciso hacer las transformaciones necesarias en la ley para abolir esta práctica.

Publicado en el periódico El Mundo de Medellín, el 2 de octubre de 2006 (www.elmundo.com).

Posted by Saúl Hernández

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