¿Acaso nuestras Fuerzas Armadas y de Policía se han corrompido al grado de ser un factor más de riesgo para la sociedad?
Supongamos que altos oficiales del Ejército sí prepararon falsos atentados con explosivos para reportar ‘positivos’ que les significaran el pago de recompensas a través de supuestos delatores que eran sus cómplices. Visto así el asunto, no podría negarse su alta gravedad, pero no hay duda de que se ha despertado de nuevo un lamentable fariseísmo, una vulgar moralina de muchos sectores de la sociedad civil que han catalogado el suceso como el peor de los escándalos que han protagonizado las Fuerzas Militares de Colombia en toda su historia. Eso es una exageración y una gran inexactitud.
No cabe duda de que este es un capítulo más de episodios ampliamente conocidos como Guaitarilla, Cajamarca, Jamundí, la guaca de la Farc, los casos de tráfico de narcóticos en aviones de la FAC, en el buque escuela Gloria y las numerosas devoluciones a las mafias de incautaciones de droga. Aquí cabe señalar también los delitos de lesa humanidad que han cometido uniformados de las diversas ramas de nuestras fuerzas y delitos de menor proporción, de esos que apenas merecen un parrafito en la prensa y que son cosa de todos los días.
¿Por qué se presentan estos fenómenos? ¿Acaso nuestras Fuerzas Armadas y de Policía se han corrompido al grado de ser un factor más de riesgo para la sociedad? Valdría la pena tratar de ser justos y preguntarnos si estos hombres y mujeres que a menudo ofrendan la vida y su integridad física por todos nosotros son acaso la guardia suiza del Sumo Pontífice, o si son oriundos de Dinamarca y no de Cundinamarca, o de cualquier otra región de Colombia, como para que su comportamiento nos parezca no sólo inadecuado sino impropio del ser y el sentir de los demás colombianos.
Nosotros nos sabemos y reconocemos como gente buena, honesta y trabajadora, pero poco a poco los valores de nuestros ancestros han ido cambiando, se han ido trocando por antivalores, y la sociedad reconoce como preferible el beneficio individual rápido, casi inmediato, en lugar del esfuerzo decoroso y prolongado en el tiempo. Y resulta que las Fuerzas Armadas son un reflejo de la sociedad de la que son extractadas, una representación ni mejor ni peor, y por eso no debería extrañar a nadie que las ovejas descarriadas sean muchas, tal cual sucede con los colombianos de civil.
No hace más que unos días el país entero estaba incómodo por las penas de prisión a las que se condenaron a los infortunados soldados que encontraron decenas de millones de dólares que la guerrilla tenía enterrados en el Caguán. La simpatía que la sociedad siente por el Ejército y la animadversión que despiertan los subversivos fueron suficiente como para que la ciudadanía considerara que no había dolo en la actuación de los militares y que, por el contrario, vieran en la guaca una especie de premio para tan esforzados y heroicos compatriotas. De hecho, hasta la exitosa película que recrea los hechos («Soñar no cuesta nada»), produce la misma sensación que ya existía entre la opinión pública: que tan sólo se trató de una travesura inocente que no los hacía merecedores de un castigo.
Las fuerzas armadas y los organismos de inteligencia de todos los países están expuestos a múltiples tentaciones, a cometer abusos no sólo en contra de los derechos humanos de las gentes sino contra el patrimonio público y privado. No hay Ejército en el mundo que tenga un récord intachable y los trabajos de ‘inteligencia’ están plagados, en general, de procedimientos que pueden desbordar los principios de la ética y la moral; allí el fin justifica los medios y es una esfera de la política de los Estados que recuerda esa frase que dice que la política es como las salchichas, son deliciosas pero es mejor no preguntar cómo se hacen.
Si se comprueba la actuación dolosa de los oficiales deberán recibir un castigo acorde con la gravedad de los hechos y será necesario replantear la política de las recompensas, pero que no venga nadie ahora a rasgarse las vestiduras y a darse golpes de pecho. Nadie puede tirar la primera piedra en una administración pública corrupta, en una sociedad corrupta donde todos tenemos un precio. Repugna el cinismo de muchos congresistas que han puesto el grito en el cielo a pesar del mal ejemplo que dan a diario. Repugna tanta hipocresía en un país donde, por la plata, baila el perro y baila el gato.
Publicado en el periódico El Mundo de Medellín, el 18 de septiembre de 2006 (www.elmundo.com).