Fernando Londoño Hoyos
En la Constitución del 91 hubo para todos. Por eso no es nada.
Alguna vez estuvo el Brasil al borde de una crisis social. Los gobernantes, que recordaron el «panem et circenses» romano, organizaron un mundialito de fútbol que bastó para que el pueblo cambiara sus pesares por las hazañas de la verde amarelha. Pero acá, como no teníamos equipo para copiar la receta, fabricamos una constitución. Era la época en que gobernaba de facto el doctor Germán Montoya, quien probablemente tuvo acciones en el invento. La propuesta era sencilla: como todos los males de Colombia tenían origen en la Constitución de 1886, bastaba remendarla para que corriera a rodos la prosperidad, se terminara la guerra, tuviéramos bueno el Congreso, noble la política, eficaces los gobernantes, oportuna y limpia la justicia.
La Constitución nació de esa falacia. Porque la del 86 no era culpable de nada, y una nueva no sería capaz de transformar un desastre en opulencia. El poder fáctico de lo normativo no da para tanto. Pero la cosa venía como anillo al dedo al fetichismo legal que nos legaron en el siglo XIX. Aquí no se cambian las cosas, ni se las considera, ni se las enfrenta. Aquí dictamos leyes.
Pero no era ese el único problema para ambientar una tarea tan peligrosa e inútil. Era el mayor que la Constitución vigente no permitía que se la reformase por la vía de consultas o constituyentes. Pero no importó. Fue asunto de un pequeño Golpe de Estado. La séptima papeleta y la sentencia de la Corte Suprema de Justicia, que le abrieron cauce a la nueva Carta, no pasan de vergonzoso antecedente de cómo se tritura una constitución a punta de abusos verbales y artificios demagógicos. Y ya entrados en gastos, con la facultad de modificarla, nos dictaron una nueva. Los constituyentes aprendieron el truco.
Así, pues, se propuso la Constituyente, aquel gran acuerdo nacional con que nos despistan sus idólatras, y así fuimos a unas elecciones, las de más desmirriada participación de nuestra historia. Los últimos residuos anduvieron por los 18.000 votos y la concurrencia no llegó a la mitad de los votantes con que hundieron el referendo de 2003. ¡Esa fue la apoteosis popular!
Y así tuvimos una Constituyente de residuos. Nos perdonará la docena escasa de elegidos que previamente sabían qué cosa era una Constitución, si recordamos que de ese grupo de redactores no podía esperarse más de lo que dieron. Desde la tumba, don Rafael Núñez y don Miguel Antonio Caro llorarían lágrimas de vergüenza. Y como nadie da lo que no tiene, de tanta pobreza reunida apareció la bastarda criatura que nos rige.
La Constitución del 91 no tiene línea de pensamiento ni estructura de ninguna especie. En aquella feria de transacciones, hubo para todos. Para los socialistas más cerreros, como para los liberales más sinceros; para los iusnaturalistas tomistas y para los positivistas kelsenianos; para los nacionalistas y para los que vendieron la soberanía nacional; para federalistas y centralistas; para los magos del clientelismo y para los que quisieron depurar las costumbres políticas; para los planificadores comunistas, para los heterodoxos tributarios, para los ultrachauvinistas, los presidencialistas, los parlamentaristas y los monetaristas.
Hoy, quince años después, cualquier cosa buena que pasa se imputa a la Constitución. Los enfermos de cáncer que se salvan, las mujeres que se economizan una paliza del marido, los que se meten impunemente cocaína en las narices, todos le agradecen las mercedes al texto del 91. Lo que queda por averiguar es a quién le reclamamos, entonces, tanta sangre derramada, tanta corrupción padecida, tanta pobreza, tanta ignorancia, tanta ineficacia de los poderes públicos. Si a la Constitución del 91 se le debe todo, que cargue con el pasivo. Si se le debe muy poco, ¿a qué viene tanto ditirambo?