Sorprende que en pleno siglo XXI la discusión entre derechas e izquierdas pase por meridianos tan deplorables. No creo que quien se oponga a los derechos de los homosexuales pueda ser catalogado como de derecha; cabría mejor buscarle un adjetivo como anacrónico, antediluviano o decimonónico. El hecho de que los congresistas abandonen con premura el recinto para no votar la ley que dotaría de derechos patrimoniales a los homosexuales constituye una actitud vergonzosa y pueril que reafirma las dudas con respecto a las calidades personales de quienes rigen los destinos del país.
Cualquier parlamentario, aun siendo de rancia estirpe conservadora, está en la absoluta obligación no de contemporizar sino de comprender a la luz de la razón y no de los dogmatismos, que existen parejas diferentes de las ‘normales’ y que seguirán existiendo aun si se las prohibiese; que lo delicado en este punto es equivocarse en el intento de fijar como verdad revelada lo que es ‘natural’, porque la homosexualidad es tan vieja como el hombre (y la mujer) y siendo un asunto que escapa a la voluntad y más bien la somete, es, por tanto, tan natural como ser heterosexual. Uno no escoge.
Si el afán fuese el de proteger la institución de la familia como núcleo social, debería aprobarse la ley sin muchos ires y venires porque dos personas que se quieren, se respetan y hacen un proyecto de vida en común son familia, así no sea una de corte tradicional. Muchos heterosexuales les hacen daño a sus semejantes y no por ello se les considera un peligro para la familia; a violadores de sus propios hijos les dan por cárcel el mismo techo, y a peligrosos delincuentes les dan la libertad por considerar que no son un peligro social; pero reinciden.
Si un heterosexual roba, viola, mata o secuestra, se le trata de justificar su comportamiento en razón de la pobreza, de desarreglos mentales o anomalías comunes a la condición humana. Pero, para quienes están obnubilados por las creencias religiosas, un homosexual equivale a degenerado, abyecto, depravado, ruin, sin importar que sea, como en su mayoría, un individuo honesto y respetuoso de sus semejantes y de la ley.
Cualquiera tiene derecho a contrariarse por el amaneramiento y la afectación, es incómodo ver a dos tipos despidiéndose de beso en la calle, pero eso no supone relegarlos como leprosos o delincuentes. En el imaginario de la gente convencional está el creer que la intimidad de los homosexuales es algo monstruoso, y si notamos que la sexualidad entre hombre y mujer era un tema vedado hasta hace unos pocos años y que apenas ahora se dicen abiertamente palabras ‘gruesas’ y se desnudan las modelos en las revistas, podemos imaginar cuánto falta para que se dejen de buscar espantos donde solo hay un tabú, un prejuicio.
Es lamentable que el nuestro aún parezca un Estado confesional regido por preceptos católicos de dudoso origen, y que al mismo tiempo que se destapan comportamientos indecorosos -y hasta delictivos- de miembros de esa fe, se condene social y políticamente a quienes salieron del clóset. Es ultrajante que el presidente de la Cámara de Representantes, el conservador Alfredo Cuello Baute, se oponga al proyecto por estar en «contravía con los principios y la filosofía» de su partido, principios que han instigado mucha violencia en este país, que no han servido para combatir la pobreza y en los que se escudan prácticas políticas como la corrupción y el clientelismo. ¿Dónde estaban los conservadores cuando se despenalizó la bigamia o cuándo se descosió el Código Penal para imponer penas irrisorias a terribles asesinos? ¿Son los mismos que se oponen a la cadena perpetua para violadores de niños considerando que la Constitución prohíbe penas ‘degradantes’?
No suponiendo matrimonio ni adopción, esta ley no afecta el bien común y tutela unos derechos diáfanos, aunque a los fariseos les parezcan tan oscuros como sus conciencias.
Publicado en el periódico El Tiempo, el 17 de octubre de 2006.
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