La Constitución de 1991 se encargó de introducir en el imaginario popular que ser colombiano es como tener una boleta que da derecho a montar en todos los juegos mecánicos de un parque de atracciones. Si el gran Víctor Hugo aseguró de una de nuestras cartas decimonónicas que era ‘para ángeles’, esta parece redactada para sibaritas, para gente indolente, displicente, descuidada y negligente… Gracias a ello estamos en el paraíso del ‘todo vale’, basta que nos dé la gana.
Una de esas ganas que hoy prorrumpe a borbotones -¿cuándo no?- es la de la reproducción sexual de los colombianos, aspecto que a nadie se le ocurriría dudar de que sea un derecho de todo ciudadano, sin importar su condición particular. Como de hecho el aborto está despenalizado sólo en tres casos puntuales -violación, riesgo para la madre o malformaciones incompatibles con la vida extrauterina-, hasta una persona con grave impedimento físico o mental puede ejercer ese derecho aún cuando no esté en capacidad de velar por ese nuevo ser.
Puestos de acuerdo en que se trata de un derecho -inalienable para que suene más grave-, la pregunta sería: ¿Cuál es el límite? ¿Hasta dónde llega esa prerrogativa, esa libertad? Porque está claro también que todos los derechos tienen un límite. Sabiamente nos decían, de niños, que los derechos de uno terminan donde empiezan los del otro, pero el imaginario popular, retorcido por una Constitución que tararea hasta el cansancio el asunto de los derechos pero casi ni menciona la existencia de los deberes, considera que el chiste está en la infinitud de los recursos de papá Estado, ese señor que puede prender la imprenta para hacer billetes.
Entonces, hay una clase política irresponsable que implantó y mantiene ese esperpento en la Carta, haciendo que el Estado retome el papel que otrora jugara la Iglesia Católica cuando la gente pobre e ignorante (y creyente) consideraba el sexo como un asunto pecaminoso cuya redención se constituía en tener hijos -«traer almas para el cielo»-, muchachitos que venían «con un pan bajo el brazo», según la creencia popular. Pero lo que hacía la Iglesia antes y el Estado ahora, no es más que una actitud insensata, que promueve un crecimiento poblacional insostenible que, a su vez, hace estériles los esfuerzos públicos por cumplirle a la gente esa miríada de supuestos derechos que tienen.
Un Estado responsable no puede ver la natalidad como un ‘gustico’ que hay que dejar para después, sino como un tema de su entera consideración, que debe ser ‘gerenciado’ como el más preciado de sus recursos. Por eso vemos que España, al considerar que su población se está envejeciendo y que de acuerdo con estudios estadísticos contempla la necesidad de aumentar la tasa de natalidad, está entregando 2.500 euros por cada alumbramiento, mientras en China, por el contrario, se mantiene la política -obligatoria, no sobra decirlo- del hijo único desde 1979. Los países tercermundistas, en cambio, se caracterizan por no prestar mucha atención al tema.
Y, por supuesto, esto trae toda clase de consecuencias sociales. Por ejemplo, un conductor de bus de Bogotá, Luis Delio Escobar, adeuda cerca de 90 millones de pesos en infracciones que se ve en la ‘necesidad’ de cometer para sostener a 10 hijos y 4 mujeres, por lo que espera que le perdonen las deudas (Revista Semana, agosto 18 de 2007). O sea que este señor pretende que se le permita hacer lo que le venga en gana, al volante de un bus, en honor a sus múltiples ‘obligaciones’.
Pero más grave aún es que, según María Isabel Plata, directora ejecutiva de Profamilia, el 42 por ciento de las adolescentes embarazadas en el último año aducen que ‘querían’ ese hijo. Claro que eso no significa que sean hijos realmente deseados pues el objetivo, a menudo, es retener a su pareja, llamar la atención de su familia o hacerse ‘adultas’ para escapar de una realidad de pobreza y violencia que viven en el hogar.
Las investigaciones señalan que los jóvenes están bien informados sobre sexualidad y anticoncepción, pero tener hijos, a falta de mejores perspectivas, constituye un proyecto de vida que, en realidad, termina siendo una catástrofe personal y social: familias disfuncionales que heredan una y otra vez los ciclos de pobreza con todas las consecuencias que ello supone. Y el principio de todo está en el cuento de que tener hijos es un ‘derecho’ sin límites. ·
Publicado en el periódico El Mundo, el 8 de octubre de 2007
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