A los hijos del pueblo, sin mayor instrucción que saber sumar y restar, les ponemos armas, uniformes e insignias, y les damos responsabilidades mayores que las de un magistrado para después pasarles por encima como si fueran cualquier cosa. Cuando un policía sale de su casa, sabe que es el colombiano que con mayor razón puede desconfiar de su regreso: nadie sabe si vuelva. No tiene el salario de un alto funcionario, ni puede darse el lujo de que lo escolten en caso de amenazas, que no es nada raro. Por el contrario, él es quien escolta, él es la última línea de defensa de personajes ilustres y de ciudadanos del común.
El policía sabe que debe enfrentarse a lo peor de la sociedad, a los más temibles delincuentes y a los más detestables vagabundos. A ellos los ponemos al frente tanto si se trata de capturar al capo de las drogas -que les promete plomo o plata, ¿usted qué elegiría?- o de retirar de un barrio triple seis a un indigente bañado en sus propios orines. Y como no son de palo, se cansan, flaquean. Se cansa el yuppie de ganar millonadas en la bolsa. Se cansa el deportista de cosechar éxitos. Se cansa el galán de telenovela de sus compañeras siliconudas.
Detiene el policía a un taxista ebrio que tampoco es pera en dulce. Y, cansado de lidiar quién sabe con cuántos gamines, jíbaros, carteristas, sicarios, traquetos, estafadores, violadores, secuestradores y demás, se toma muy a pecho sus funciones y le pega una muenda al ciudadano, entre varios, en franca superioridad… Un acto repudiable, sin duda. Pero a partir de ahí nada se pondera, solo se critica el salvajismo de los uniformados y se reclaman sanciones.
Lo mismo pasa con las Fuerzas Militares, infiltradas por el narcotráfico y la guerrilla, nada nuevo. Pablo Escobar dejaba las sábanas calientes y a los cabecillas de las Farc los encuentra cualquier periodista sin mucho agite, pero no la ley. Cuando los unos van, los otros ya han regresado por obra y gracia del cohecho y la dádiva.
Sean policías o militares, los escándalos están a la orden del día: incautaciones de droga regresan a manos de sus dueños por arte de birlibirloque y muchos uniformados se hacen horitas extras en robos, extorsiones o secuestros con la misma tranquilidad del que pide la liguita para no imponer una multa de tránsito.
Pero, además de la muerte, a policías y soldados los acosan la cárcel, las incapacidades, el despido. Pueden pecar por defecto o por exceso y arruinar sus vidas y las de otros aun sin tener culpa. En la comodidad de nuestros hogares tildamos de cobardes a quienes huyen de una muerte segura cuando el enemigo los supera en fuerza, y de bellacos a los que no queriendo verse sorprendidos disparan sin cálculo contra civiles inermes, como los seis niños muertos en Pueblo Rico (Antioquia) en agosto del 2000.
Claro que justificar estas conductas o eximir de sus responsabilidades a los miembros de la Fuerza Pública es imposible. Pero extrañarse de tantos escándalos en un cuerpo de 380 mil efectivos equivale a desconocer la idiosincrasia colombiana y el origen de la mayoría de los integrantes de nuestras fuerzas. Es que no somos daneses ni estamos hablando de la Policía sueca o el Ejército suizo; no provienen de familias cultas -si acaso las hay en Colombia- ni han sido formados en colegios trilingües…
¿Con qué derecho hacemos juicios morales sobre la conducta de estos servidores públicos sin analizar las causas? ¿Acaso a la sociedad colombiana le importa un ápice que ellos sean carne de cañón de nuestras violencias, gente prescindible? ¿Podemos exigirles cualquier sacrificio en nuestro nombre?
Lo cierto es que la seguridad en general, la ‘democrática’, la ciudadana, incluso la jurídica, requiere el componente de fuerza, y eso se constituye con lo que da la tierrita, ni más ni menos. Pero todo, absolutamente todo, se puede ir al traste si no hallamos el modo de mejorar la cosecha. ·
Publicado en el periódico El Tiempo, el 21 de agosto de 2007
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