Ningún colombiano podría estar en desacuerdo con la explotación y exportación del carbón, que en la actualidad es el segundo rubro que más divisas le aporta al país y que genera un gran número de empleos. Colombia exporta 60 millones de toneladas anuales del mineral que le reportan ingresos por valor de 2.800 millones de dólares a los inversionistas del sector y cuantiosas regalías para la Nación que se invierten en la gente hasta donde la corrupción y la falta de prioridades lo permite.
Pero con lo que uno no puede estar de acuerdo es con el hecho de que gran parte de ese carbón se exporte desde los puertos de Santa Marta y Cartagena, ciudades que, junto a San Andrés, son los principales emporios turísticos del país. Es inconcebible que la administración de Cartagena se transe por tan poco, llegando al extremo de modificar el POT en lo referente a la destinación del sector de Barú para que no sea exclusivamente turístico y poder así dar licencia para la construcción de un puerto carbonífero que le va a dejar al Distrito sólo 16 mil millones de pesos en diez años con el inmenso costo de destruir la vocación turística de la ciudad.
Es obvio que el turismo, de por sí, no es la panacea para alcanzar el desarrollo y combatir la pobreza. De hecho, a la población de Cartagena y Santa Marta, el turismo sólo les ha dejado migajas y frustración; el turismo sexual ha alcanzado proporciones aberrantes y se ha convertido en una lacra para la juventud y la infancia, y el medio ambiente se ha visto afectado por veraneantes depredadores. Pero aún así, el país no tiene por qué renunciar, de buenas a primeras, a sus mejores desarrollos en turismo de playa, echando por la borda el esfuerzo de muchos años y el potencial futuro.
Este asunto es tremendamente irónico: el carbón que se exporta por Santa Marta proviene del Cesar y la Guajira; y el que se exporta por Cartagena, de Santander y Boyacá. Es decir, ninguna de las dos ciudades debería tener velas en el entierro. En este caso no habría que pensar en el cierre de minas que por hallarse en sitios turísticos e históricos, indudablemente harían incompatible su explotación. Lo que se necesita, simplemente, es construir un puerto para carbón en otra parte, en el sitio más apropiado, así como el Cerrejón hizo el suyo lejos de todo el mundo, donde no molesta a nadie, para lo cual hay lugares propicios principalmente en la Guajira.
Es que la resistencia del hotel Decamerón no es una pataleta. Es un absurdo macondiano -ni más ni menos- permitir el paso de un megatrén carbonífero de dos kilómetros de largo por plena zona hotelera cinco veces al día, como si no hubiera sido ya suficiente con los años de tránsito ininterrumpido de las infernales tractomulas que levantan nubes de polvo y se han convertido en caravanas de polución y muerte para decenas de pueblos de Cesar, Guajira y Magdalena.
En la Argentina, los pobladores de Gualeguaychú llevan tres años peleando para impedir la instalación de dos plantas productoras de celulosa en la otra ribera del río Uruguay, en el país vecino, en la población de Fray Bentos. Y eso que ese sitio no es de gran turismo, no es Bariloche ni nada por el estilo, pero aducen que a la contaminación del aire y del agua se suma el impacto visual de las gigantescas plantas al frente del balneario. De igual manera, no debe ser muy romántico ni muy reparador el trasfondo de trenes, tractomulas y barcazas repletos de carbón, y el polvillo negro flotando a mañana y noche por doquier, porque esta industria minera no descansa, en los socavones no hay sol. ¿Permitirían esta especie de sacrilegio en Isla Margarita, en Cancún o en Varadero? Sin duda la respuesta es no.
Esto recuerda la tesis de la ‘maldición de los recursos naturales’. El hombre lleva miles de años sacando carbón de las entrañas de la tierra; eso tendrá hoy otras técnicas pero no tiene ciencia y, tristemente, no deja nada. El dinero no queda allí donde se explotan los yacimientos y no se genera recurso humano; a los mineros les queda el enfisema. En cambio, forjar un verdadero polo turístico de talla mundial no es fácil, se requiere crear unas condiciones de seguridad, erradicar la pobreza, preparar a las gentes, ornamentar el entorno, preservar la naturaleza… pero sus efectos son más positivos. Colombia quiere turistas cargados de dólares y para eso hay que tener sitios atractivos. ¿Por qué destruir los pocos que tenemos? ·
Publicado en el periódico El Mundo, el 24 de septiembre de 2007
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