El tema de la segunda reelección del presidente Uribe viene siendo alentado por dos factores: primero, la altísima popularidad de Álvaro Uribe —su aceptación, su favorabilidad—, lo que redunda en la gobernabilidad del país; y, en segundo término, la incertidumbre por lo que pueda pasar con sus políticas de gobierno y, concretamente, con la llamada ‘seguridad democrática’.
El sistema de gobierno parlamentario, tan común en países europeos, se basa en gran parte en el apoyo que tenga el primer ministro por parte de la bancada oficialista. Ese apoyo está fundamentado en la aceptación que tengan el premier y sus políticas entre la opinión pública, y, cuando esta decae, es remplazado sin mucho ruido como ocurrió recientemente en el Reino Unido, donde Tony Blair fue relevado por Gordon Brown sin que apenas nos diéramos cuenta. En circunstancias favorables -o necesarias- un primer ministro puede desempeñarse en ese cargo por diez o veinte años sin que ello vaya en desmedro de la democracia; todo lo contrario, viviendo un referendo día a día en el que la expresión mayoritaria se impone.
En nuestro medio, en contraposición, estamos acostumbrados a que los presidentes tienen un desgaste importante desde el primer año de gobierno y al llegar a la mitad de su mandato, cuando el sol les empieza a dar en las espaldas, están irremediablemente acabados. El caso de Uribe es excepcional, y su invulnerabilidad ha sido la que abrió la puerta de la reelección una vez y la que sigue alentando la idea de su continuidad, más entre la oposición que entre sus aliados, pues estos últimos confían en que él, buenamente, les ceda el turno para satisfacer sus vanidades de poder mientras los otros saben que no podrían vencerlo. Lucho Garzón dijo la semana anterior que su relación con el Presidente ha sido buena aunque no votó por él ni en la primera ni en la segunda vez y que tampoco lo hará en la tercera; es decir, lo dio como un hecho que no merece mucho escándalo. Por su parte, el senador liberal Héctor Elí Rojas, pidió que se haga una consulta popular -un referendo- y que no sea el Congreso el que reforme otra vez el famoso ‘articulito’, lo que viniendo de un opositor demuestra algo de resignación frente a esa popularidad descomunal del Presidente que, dicho de otra manera, le otorgaría toda la legitimidad del caso para continuar en el poder.
El otro tema es el que verdaderamente le preocupa a la gente y no a los politiqueros: que no se mantenga la política de seguridad. El paramilitarismo está desmontado -mal que bien- y la guerrilla huele a gladiolo. Sin embargo, tenemos una larga tradición en retroceder, en recular, en desmontar las políticas de seguridad y desandar el camino. Lo hizo López en Anorí; Belisario liberó los guerrilleros que capturó Turbay; Pastrana dejó escapar un frente del ELN, acorralado en el Alto Naya, y permitió que las Farc se retirara impunemente del Caguán, cuando dio por finalizado el despeje a pesar de todos los delitos que se cometieron en ese proceso.
No es extraño, pues, que el general Oscar Naranjo pida convertir la Seguridad Democrática en una política de Estado. Álvaro Uribe ha sido el único mandatario de los últimos tiempos -después de Turbay, quien aplicó las torpezas del ‘Estatuto de Seguridad’- que ha cumplido la ley sin hacer esas peligrosas diferenciaciones contenidas en la enunciación del delito político tal como lo defiende Carlos Gaviria, lo que lo convierte en adarga de la guerra política, punta de lanza de la estrategia de combinación de todas las formas de lucha y en un claro llamado a la lucha armada.
El Polo no va a ganar las elecciones de 2010 por una razón muy simple: no existe, es un partido político de Bogotá que no tiene mucha acogida en el resto del país. Samuel Moreno obtuvo más de 900 mil votos para ser alcalde de la capital, pero el año anterior Álvaro Uribe sacó 1 millón 400 mil votos en Bogotá frente a 500 mil de Carlos Gaviria, el mismo que cree que los delincuentes políticos -los guerrilleros- actúan por altruismo y merecen amnistía, indulto y curul en el Senado.
El problema es, más bien, que el sucesor de Uribe resulte ser flojo, negligente y pusilánime, y se pierda el terreno ganado. Los ingleses eligieron a Churchill para conducir la nación en tiempos de guerra y ganada ésta, Churchill perdió frente a un hoy desconocido (Clement Attlee) porque su misión estaba concluida. La misión de Uribe va por buen camino y puede ser continuada, concluida y consolidada por él mismo o por otros. Lo contrario sería la hecatombe. Y no deja de ser gracioso que quienes se rasgan las vestiduras por la posible continuidad de Uribe son los mismos que aplauden a rabiar a Castro, a Chávez, y las reincidencias de Evo, Correa, Lula, los Kirchnner, Ortega y otras yerbas.
Publicado en el periódico El Mundo, el 5 de noviembre de 2007
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