Bien dice Mauricio Cárdenas (en su libro Introducción a la economía colombiana) que uno de los factores que más inciden en el progreso de un país es la calidad de sus instituciones. Por cierto que el Congreso, el mayor órgano legislativo, es acaso la institución más mediocre del país hace décadas, y su deplorable funcionamiento ha traído la ruina a otras instituciones y al país entero. Por eso, lo de la ‘parapolítica’ es apenas una coyuntura en un maremágnum de depravación; si fuera que una entidad pulquérrima hubiese sido manchada por el paramilitarismo transgresor, no cabría duda de su necesaria renovación, pero como no es así, habría que realizar también una transformación estructural y no quedarse solo en golpes de pecho y rechinar de dientes.
El Congreso es la entidad más repudiada por los colombianos y con justa causa. Es el antro que reúne todos los males de este país y al que casi siempre se llega de manera espuria, comprando votos con plata, puestos, contratos, adobes, tejas, tamales… A él se llega acumulando poder y se llega para tener más poder, para apropiarse de los recursos del Estado, para privatizarlos a costa de los demás colombianos, haciendo de cuenta que se trabaja por ellos, sacando leyes por kilos y debatiendo hasta el sexo de los ángeles para que este país de pendejos que somos creamos que ahora sí están trabajando, que este Congreso sí es «admirable», como dijera aquel Cicerón caldense que fuera ministro.
Por eso, la idea de cerrarlo convierte en héroe a quien la promulgue, y muchos lo hacen porque es una idea popular y políticamente rentable. A otros les suena, en el entendido de que eso podría afectar la gobernabilidad y la confianza y provocar estragos en la economía, que hagan devolver el péndulo político. A eso le apuestan. Sin embargo, el asunto no es saludable si es para tener después más de lo mismo, si no es para hacer cambios profundos, radicales.
Lo cierto es que revocar el Congreso para componer otro solo sería útil con profundas reformas que ningún partido está dispuesto a hacer y a las cuales se oponen todos con argumentos triviales en unos casos y complejos en otros, pero nunca convincentes: la realidad es tozuda.
El tamaño del Congreso es algo que debe reformarse. Dos cámaras, haciendo lo mismo, es pura duplicidad de funciones, simple y llano despilfarro. Eliminando el Senado de un plumazo, son cien vividores menos comiendo caviar a expensas del pueblo.
El costo de sueldos y pensiones ya no admite discusión. Que los sueldos bajen a la mitad y las pensiones no superen los 25 salarios mínimos vigentes. Que el nuevo Congreso cueste la mitad y el ahorro se aplique directamente a dar media pensión a ancianos que no la tienen. Eso no va a alcanzar para todos, pero es mejor invertir la plata en la gente que echarla por esa alcantarilla.
Que se eliminen vicios como el carrusel; que solo se pueda renunciar en caso de enfermedad y con reemplazo definitivo; que quien no tenga una razón justa para dimitir pierda derecho a la pensión y que se pierda su curul.
Que se ponga límite al tiempo que se puede ser congresista: más de 16 años, o cuatro periodos, es un exabrupto, y que los parientes de quienes salen queden inhabilitados por ocho años para llegar al Congreso; hay que impedir las sucesiones electorales, que solo esconden corrupción.
Llegar allá no puede ser una vara de premios. Aparte de negros e indígenas -circunscripciones especiales-, los demás deben acreditar estudios de pregrado o postgrado en áreas como Economía, Ciencia Política o Derecho.
En fin, el recetario es largo y no hay espacio. El hecho es que para que Colombia tenga un Congreso calificado es preciso ejecutar una reforma profunda. Pero ninguna de estas propuestas es viable mientras dependa de la decisión de los mismos congresistas. El problema no es el paramilitarismo, sino el sistema que favorece la corrupción. ·
Publicado en el periódico El Tiempo, el 20 de febrero de 2007Publicaciones relacionadas:
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