En una columna del pasado 6 de marzo, titulada ‘Negocio de familia’, hice una reflexión sobre un fenómeno que inquieta y molesta a la opinión pública; el cual, si bien no está tipificado como delito, constituye una conducta anómala que podría prestarse (y de hecho lo hace) para singulares iniquidades. Me refiero a la proliferación de parientes en cargos estatales, esa especie de sucesión hereditaria de la cosa pública.
Nuestra sociedad en general —y el Estado, que es parte suya— es proclive a las roscas o camarillas, al amiguismo, a los favores, a formar clanes o mafias, entendidas éstas como grupos organizados que tratan de defender sus intereses.
Es apenas lógico que el nepotismo esté penalizado con la flexibilidad que exige el sentido común puesto que nadie podría ser castigado impidiéndosele ser funcionario público por el simple hecho de tener un pariente dentro del engranaje estatal. Pero es obvio también que nadie va a nombrar de frente a un familiar, violando lo expresado en el Código, como también lo es que un funcionario no va a entregar contratos para sí o para sus cercanos infringiendo la ley de manera expresa. Se sabe, sin embargo, que el fenómeno cunde de maneras más sutiles, tanto que el combate de las diversas formas de corrupción es lo más parecido que existe a arar en el desierto.
En medio de esa reflexión, incluí en el escrito al magistrado del Consejo Superior de la Judicatura, José Alfredo Escobar Araújo, citándolo como miembro del ‘clan’ de los Araújo de Valledupar. La confusión surge porque en algunos medios se ha informado erróneamente que el magistrado Escobar Araújo es primo de Jaime Araújo Rentería, magistrado de la Corte Constitucional, quien sí hace parte de los Araújo de Valledupar.
Al margen de esta imprecisión hay que hacer claridad en el sentido de que en el caso del magistrado José Alfredo Escobar Araújo, no puede predicarse que el nombramiento de su esposa, Ana Margarita Fernández de Castro Ortiz, en la Procuraduría General de la Nación, ni el nombramiento de su hermana, Marina Escobar, en el Departamento Administrativo de la Presidencia de la República, hayan obedecido al carrusel de nombramientos a que hago referencia en mi columna del 6 de marzo: yo nombro a tu mujer y tú a la mía, tú a mis hijos y yo a los tuyos. Lo cierto es que los dos nombramientos son anteriores a la designación del doctor Escobar Araújo como magistrado del Consejo Superior de la Judicatura. Tampoco es posible afirmar que el magistrado haya realizado algún nombramiento en retribución a su cargo, al de su esposa o al de su hermana y, de la misma forma, no es procedente relacionar su nombre con el tema de la contratación estatal pues ni él ni su esposa o su hermana, son contratistas estatales.
En cuanto a las relaciones del magistrado Escobar Araújo con el narcotraficante Giorgio Sale, es cierto que el haberle recibido unos regalos cuando las actividades delictivas del sujeto en mención no eran conocidas y, por el contrario, gozaba de aprecio en altos círculos sociales del país, no puede descalificar al magistrado ni lo compromete en hechos turbios. No cabe duda de que el interés de Sale hacia varios altos magistrados tenía el propósito de rodearse de personas importantes que pudieran favorecerlo en un momento dado pero es aventurado suponer que eso se logre con unas cuantas atenciones y que un alto magistrado ceda tan fácilmente.
En síntesis, a diferencia del gran Émile Zola, yo, por lo menos en este caso, no he acusado a nadie. Simplemente hice una reflexión acerca de un fenómeno que, sostengo, socava la gobernabilidad y la democracia. Bien dijo hace días Daniel Samper Pizano: “en el cogollo del poder, Colombia no es un país. Ha sido y sigue siendo un club”. ·
Publicado en el periódico El Tiempo, el 26 de junio de 2007.
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