Por Eduardo Mackenzie

Amnistía Internacional cree estar investida de una misión sagrada. Cada año, con gran puntualidad, y en forma ritual, esa organización moviliza su burocracia para hacer revelaciones sobre el estado de los derechos humanos en el mundo. Sin embargo, su credibilidad se pierde día a día a pesar de esos espectaculares esfuerzos.

El pasado 26 de noviembre, Amnistía Internacional invitó a la prensa a un acto en Santiago de Chile para entregar las nuevas tablas de la ley sobre Colombia. Lo que dijo allí, por la boca de una de sus activistas, Cristina Frodden, quien presentó un curioso “estudio” sobre la violencia en Colombia, no está lejos de ser escandaloso.

Atribuyéndole a unos los crímenes de los otros, enredándose con las fechas y las cifras y poniendo en un mismo plano a un gobierno democrático elegido por el pueblo, a las bandas paramilitares y a los grupos terroristas que intentan destruir la democracia, esa vocera aseguró, sin sonrojarse, que el “conflicto armado”, es decir el gobierno colombiano y sus enemigos, habían  “causado 70 000 muertos, la mayoría civiles, y el desplazamiento de entre tres y cuatro millones de personas en los últimos 20 años”.

Ella aseguró que desde 1998 hubo en Colombia 20 000 personas secuestradas y que los secuestros han “descendido en los últimos años” pero que las “ejecuciones extrajudiciales a manos de las fuerzas de seguridad son cada vez más frecuentes”.

La torpe amalgama que consiste en poner un signo igual entre una criminalidad real (los secuestros, las masacres, los desplazamientos de población), y una noción  dudosa (como las llamadas “ejecuciones extrajudiciales”), busca dibujar un panorama confuso en el que es imposible saber quien secuestró y quien sembró el terror, para achacarle eso, finalmente, a una entidad anónima: los “bandos en conflicto” o, simplemente, “el conflicto armado”.

Tal operación demagógica equivale a ocultar la responsabilidad de los terroristas, de izquierda y derecha, en los secuestros y otros crímenes abominables que ha sufrido Colombia. Decir que las autoridades y las fuerzas legales hacen parte del “conflicto”, es decir de un magma espeso, opaco, sin perfil claro, es diluir la culpa de los verdaderos generadores de esa situación.

En el acto de Santiago, esa operación de disimulación fue coronada por un llamado no menos estrafalario: “El gobierno de Colombia y los grupos guerrilleros deben poner fin al conflicto”.

¡Como si un “conflicto” de esas proporciones, iniciado hace tantos años, según las informaciones defectuosas de AI, se pudiera acabar así, por  arte de magia, gracias a las exhortaciones ambiguas de Amnistía Internacional!

Amnistía Internacional niega que en Colombia existan bandas terroristas. Ella cataloga a las Farc y al Eln como “grupos guerrilleros”, los cuales, según AI, cometen únicamente “abusos” contra los derechos humanos. El lenguaje respecto de esos organismos no puede ser más débil y complaciente. En cambio, cuando AI se refiere al aparato estatal colombiano las aguas tibias desaparecen: ella se pone a hablar de “homicidios” y de toda suerte de aberraciones, y no de “abusos”. Dos pesos, dos medidas.

Otros ejemplos del lenguaje de Amnistía Internacional: “En los últimos 10 años, más de 20.000 personas han sido secuestradas o tomadas como rehenes”. ¿Por quien? AI no lo dice. “Entre 15.000 y 30.000 personas han sido sometidas a desaparición forzada desde que comenzó el conflicto”. ¿Por quien? AI no lo dice. “Hasta 305.000 personas quedaron desplazadas a la fuerza por el conflicto en 2007”. ¿Quien las desplazó? AI no lo dice. No lo dice pues son las bandas terroristas las que constituyen la base de esa criminalidad masiva y no el Estado colombiano.

Amnistía Internacional ha cuestionado y violentamente rechazado durante décadas lo que hace el gobierno colombiano. Se opuso a la  doctrina de la seguridad democrática, se opuso a la negociación que hizo posible la desmovilización de  los paramilitares. Hoy se moviliza contra la ley que abrirá las puertas a la reparación de las víctimas del terrorismo. A pesar de tener semejantes actitudes, AI cree tener la autoridad moral para exigir al gobierno colombiano que firme con las guerrillas un cese al fuego, precisamente ahora, cuando éstas están en fase de agotamiento ante la acción legítima del Ejército colombiano.

La señora Frodden no conoce la historia. Lo que ella llama “conflicto colombiano” no empezó, como ella dice, hace 20 años ni en los años 1960, sino mucho antes, en los primeros días de la Guerra Fría. Pero de eso Amnistía Internacional no quiere saber nada. Hay cadenas ideológicas de las cuales es dificil zafarse.

Ese grupo sostiene que el gobierno colombiano fue el que inició el llamado “conflicto”.  Esa distorsión radical de la realidad tiene un objetivo: poder decir que el fin de ese “conflicto” depende del gobierno y no de los terroristas. Esa superchería es la base de todos los “análisis” que AI viene haciendo sobre Colombia desde hace lustros.

Colombia no fue quien designó a su enemigo al comienzo de la Guerra Fría. Otros fueron, por el contrario, quienes le declararon la guerra a Colombia a mediados de los años 1940. Agredir a Colombia, al Estado y a su sociedad, fue una de las primeras decisiones estratégicas tomadas por la URSS respecto de América Latina poco después del fin de la Segunda Guerra Mundial. Moscú sabía que Colombia, país aliado de Estados Unidos, era una sociedad abierta muy vulnerable que contaba con una infraestructura estatal-militar endeble que podría ser penetrada y demolida.

Con ese objetivo, ese bloque le declaró la guerra a la democracia colombiana. Una potencia extracontinental fue quien decidió que  Colombia, y los colombianos, sin importar su condición social, su edad, su religión, su color de piel, su partido político, eran sus enemigos. Y comenzó a atacarlos sin piedad y por todos los medios, combinando, como sus secuaces dicen aún hoy, todas las formas de lucha: atentados, magnicidios, secuestros, deportaciones masivas, masacres, explosiones, asesinatos, amenazas y mucha agitación y propaganda difamatoria. Colombia fue convertida así en un país víctima. Y los resultados de esa agresión están a la vista.

El Estado colombiano se vió obligado a defenderse y a combatir a los violentos, a una entidad subversiva que utilizaba una fachada legal y otra militar y clandestina.  Esa guerra total sigue hasta hoy pues los subproductos tardíos del imperialismo soviético, las dictaduras de Cuba y Venezuela, intentan seguir por su cuenta esa guerra político-militar y psicológica contra Colombia, esperando que la nueva coalición internacional de fuerzas anti-occidentales se lance también con todo su peso a esa bárbara campaña.

El método que consiste en disimular los crímenes del agresor para endilgarlo a una entidad abstracta, las llamadas “partes en conflicto”, no tiene nada que ver con la exactitud, ni con la claridad, ni con la defensa de los derechos humanos. Ello pretende generar únicamente culpabilidad, desinterés y obscurantismo.

La citada vocera cree estar en posición de juzgar a Colombia y a su gobierno desde una perspectiva independiente. Sin embargo, ella no representa nada de eso. Ella milita en favor de Telesur, el mayor órgano de expresión de la tiranía chavista, hace parte del comité de aplausos de la dictadura castrista y firma manifiestos al lado de personajes como Marta Harnecker, Eduardo Galeano y James Petras, sin mencionar a la difunta Celia Hart Santamaría y al pintor de murales Adolfo Pérez Esquivel.

La caricatura que fabricó Cristina Frodden a manera de “balance” de lo ocurrido en Colombia en estas décadas de combate defensivo de una democracia no honra para nada a Amnistía Internacional.


Ver  El Colombiano, Medellín, y agencia Efe, 26 de noviembre de 2008.

Ver http://www.amnesty.org/es/for-media/press-releases/colombia-paz-conflicto-armado-datos-cifras-20081028

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