Íngrid Betancourt —en su libro La rabia en el corazón— cuenta que los hermanos Rodríguez Orejuela, en una reunión clandestina a mediados de los noventa, le confesaron que tenían más de 100 parlamentarios comprados. Al poco tiempo sobrevino el proceso 8000 que dejó en claro la íntima relación del narcotráfico con la política. Ahora, más de diez años después, el fantasma revive con la ‘parapolítica’ y son muchos los que se preguntan si el Congreso es o no es legítimo. Tal vez, la pregunta correcta sería: ¿Ha sido legítimo alguna vez?
Decía el economista Alejandro Gaviria, en El Espectador, que el Congreso es cada tanto el blanco favorito de los críticos porque ser duro con esa corporación hace quedar bien al acusador. Todas las frustraciones de los colombianos son dirigidas hacia la élite política, pues no se les perdona el gran poder que detentan, los altos sueldos y el constante usufructo de la hacienda y los bienes públicos, a cambio de tan pocos beneficios para el país. De esa manera, nada es más fácil que exacerbar los ánimos en contra de esa camarilla mediocre. Gaviria agregaba que esa situación de descrédito permanente alejaba de la actividad política a personas honestas y bien preparadas.
Y es que dice un viejo dicho que la política es como las salchichas, que son deliciosas pero es mejor no preguntar cómo se hacen (Bismarck). Si la política es la continuación de la guerra por otros medios (Clausewitz) y si en la guerra todo se vale, es de esperarse que el pulso por el poder, en principio, y el ejercicio del mismo, una vez se ha logrado, constituyan unas dinámicas que en otros ámbitos son inaceptables. Lamentablemente, esto refuerza la tentación de cruzar la línea muy tenue que hay entre lo moralmente aceptable, lo claramente antiético y lo abiertamente criminal. Esto es lo que habría que diferenciar en el escándalo actual para condenar lo último.
Colombia vivió muchos años sin Dios ni Ley. Primero mandaban los gamonales de pueblo o caciques políticos, hasta que fueron desplazados por guerrillas, narcotraficantes y paramilitares. Por falta de afinidad política, el bipartidismo de antaño fue objetivo militar de las guerrillas y a sus representantes no les quedó de otra que aceptar el paramilitarismo no sólo para mantener el control político sino para preservar sus vidas. Esta perversión es la herencia de gobiernos pusilánimes que ignoraron sus responsabilidades y se negaron a combatir a las guerrillas por considerar que sus propósitos supuestamente altruistas las hacían merecedoras de concesiones desmedidas.
Hasta ahí, hacer un juicio es temerario. Nadie está obligado a dejarse asesinar, menos cuando el Estado ha incumplido descaradamente el contrato social: lo ha roto. El problema es que como el poder absoluto corrompe absolutamente (Lord Acton), algunos políticos, en sus regiones, pasaron de la convivencia a la connivencia con los ‘paras’ y, más tarde, a la complicidad, vinculándose directamente con crímenes de diversa naturaleza para apropiarse de dineros públicos o de las tierras de los campesinos y hasta para eliminar a sus rivales políticos.
Sin embargo, la mayoría de los congresistas investigados no lo están por la comisión de crímenes tan graves sino por supuesta influencia de los paramilitares en su elección. En algunos casos son evidentes las circunstancias ‘atípicas’ en que fueron elegidos, con muchos votos a su favor en zonas de dominio paramilitar en las que años atrás no pasaban de obtener unos pocos sufragios. En otros casos investigados, la influencia no es evidente e, incluso, luce innecesaria.
Por eso no puede descartase que en este escándalo de la ‘parapolítica’ haya otros intereses, sin duda malsanos y oscuros. En el caso del 8000, el interés de fondo fue el de no dejar gobernar a Samper y hoy puede haber un propósito similar. A muchos políticos les están cobrando el hecho de haber sobrevivido al predominio de la guerrilla en sus zonas de influencia, las que después fueron copadas por las autodefensas. Eso los convertiría automáticamente en aliados de los ‘paras’, lo mismo que el haber tenido reuniones con ellos para hablar de su desmovilización; haber ido a Ralito es un crimen, pero haber ido al Caguán o a campamentos guerrilleros no. Son curiosidades de una justicia parcializada.
Por eso es una falacia que el Congreso esté en crisis de legitimidad y entonces haya que cerrarlo. Es que el Congreso nunca ha sido limpio y falta mucho para que algún día lo sea. Nadie se daría golpes de pecho si el Presidente lo cierra pero ese fujimorazo sería visto como una arranque del más nocivo autoritarismo. Por tanto, Uribe envía una buena señal al mostrarse en desacuerdo con esas salidas populistas. En cambio, hay otros como César Gaviria o Gustavo Petro que pelan el cobre al pedir que se adelanten las elecciones del 2010, incluyendo la de Presidencia pero sin reelección. ¡Qué tal el cinismo!
Publicado en el diario El Informador, de Santa Marta, el 20 de abril de 2008
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